Haz click en esta portada

miércoles, 31 de marzo de 2010

Capítulo VIII: Unidad de apoyo


Wicca le explicó quién era, a qué se dedicaba y la naturaleza de la misión que les esperaba al día siguiente. Le habló de Siras y de su peculiar existencia, de Nisary y su trabajo de Embajadora, de Kendal, el ex novio de su madre, recientemente desplazado, y de Tais, el nuevo novio, psicólogo y defensor de damiselas, mientras Peter se paseaba por el escritorio dándose golpecitos con un dedo en los labios, pensativo.

- Veo que te lo tomas en serio –dijo Wicca contento, al término del relato.

Peter detuvo sus pasos y miró a su interlocutor, todavía con aire reflexivo.

- Lo primero que debe hacer un abogado es parecerlo. Pero tengo una duda.
- Intentaré resolverla.
- ¿Cuánto tiempo he estado inactivo?

Wicca pareció mortificado.

- Bastante –replicó, con cautela.
- Tengo confusos recuerdos sobre un accidente muy doloroso.
- No me lo tengas en cuenta. Yo era joven. No sabía lo que hacía.
- ¿Qué pasó?
- Te seccioné por la cintura.
- ¿Quién me reparó? ¿Hay un servicio de reparaciones? ¿Me enviaste en un paquete por correo para que me dejaran como nuevo? ¿Siempre que me pase algo horrible podrán repararme?
- Son muchas preguntas.
- Es importante que descubra lo que pueda de mi propia mortandad. De momento, ya sé que no debo quedarme sin batería. No puedo moverme y no hago más que darle vueltas a la cabeza. No es algo agradable.
- Está bien. Mi padre te reparó, poco antes de que lo mataran. Se le dan bien esas cosas.
- ¿Y luego?
- ¿Luego?
- Es que estoy empezando a atar cabos. Recuerdo ciertas cosas. Cuando tu padre me hubo reparado… ¿volviste a jugar conmigo? ¿O quizá… fui desterrado?
- Lo siento. Tras la muerte de Siras, mi madre me exigió aceptar todo tipo de obligaciones. Me hice un chico responsable, sin tiempo para jugar.
- Siempre hay tiempo para jugar.
- Está bien. Me olvidé completamente de ti. ¿Te sientes mejor?
- No, pero al menos puedo entenderlo. Yo también he sido un crío. Bueno, no lo he sido, pero recuerdo haberlo sido. ¿Y por qué te has acordado de mí ahora?
- Porque necesito desesperadamente un amigo. Alguien con quién hablar. Alguien inteligente que sepa aconsejarme.
- Eso es muy halagador. Punto para ti. ¿Qué hay de tu madre? ¿No ejerce de amiga?
- Está siempre ocupada.
- ¿Kendal?
- No se viene con nosotros. Mi madre va de uno en uno. Para eso es muy conservadora.
- ¿Ese Tais?
- No sé si puedo fiarme de él. Me mintió. Me manipuló para que lo llevara ante mi padre, cuando podría haberme dicho simplemente que eran amigos y que quería verlo porque le había hecho ilusión descubrir que, en cierta forma, aún está vivo.
- De acuerdo. Parece lógico que pensaras que yo sería una buena solución a tu problema.
- En realidad, fue idea de mi padre. Dijo que tienes las ideas, los recuerdos y la personalidad de un hombre del siglo XX, y que eso nos puede venir de perlas en el XXII.
- ¿Por qué?
- No lo sé. Por el cambio de perspectiva histórica, supongo. Ni idea.
- Curioso…
- Y lo de agregarte información fue idea mía.
- No sé si eso ha funcionado. No encuentro en mi memoria nada que no reconozca.
- Eso quiere decir, precisamente, que ha funcionado.
- ¿Por qué tengo la personalidad de un hombre del siglo XX? Ahí hay algo que no cuadra.
- Eso fue cosa de mi padre. Cuando te compró te modificó los parámetros y te actualizó la memoria con hechos del periodo que le vino en gana. Le encantan las antigüedades.
- Según mis recuerdos nací en el último cuarto del sigo XX. ¿Qué edad me calculas?
- ¿Físicamente? Unos treinta.
- Así que este muñeco se supone que ejerce de abogado en la primera década del XXI. Aún faltaban más de cincuenta años para el primer contacto con extraterrestres. ¿Cómo puedo ser abogado defensor de aliens si en mi época no había aliens?
- ¿Y eso que más da? Los niños no quieren que sus juguetes sean perfectos, sólo tienen que ser divertidos.
- No es grato descubrir que tu vida está llena de lagunas. ¿Has dicho que ese Tais es psicólogo?
- No te hace falta ninguna sesión. Estás perfectamente. Además, prefiero que Tais no sepa que existes.
- Vaya, qué emocionante. ¿Voy a vivir escondido en un bolsillo?

En ese momento llamaron a la puerta.

- Siéntate ahí y estate quieto –le ordenó Wicca.

O’Donnell se sentó sobre un lector de novelas auto concebibles, y compuso una pose de hombre interesante pero informal.

- Adelante -dijo Wicca.

Tais entró, mirando a ambos lados de la puerta y echando luego un vistazo a toda la habitación.

- ¿Con quién hablabas?
- Con un amigo de Prime-Drex.
- Tienes el Sky-Horizon desconectado –observó Tais, levantando una ceja.
- ¿Querías algo, Tais?
- Sigues enfadado…
- ¿Tais?
- Tu madre dice que estés en el comedor a las nueve. No sé por qué me manda a mí, si puede llamarte por el i-fono o enviarte a ese mayordomo vuestro.
- Mi madre quiere que se forje una relación de entendimiento entre nosotros, Tais. Para ser psicólogo, no ves tres palmos más allá de tus narices, Tais. Hasta nunca, Tais.

Tais permaneció unos segundos en el umbral de la puerta, mirando con desagrado la nuca de Wicca. Entonces hubo un movimiento sobre el escritorio. Un hombre en miniatura se había puesto en pie y había levantado un brazo como si fuera a recitar algo de William Shakespeare. A continuación gritó:

- ¡En tiempos de injusticia es peligroso llevar la razón! –para inmediatamente después poner cara de querer auto flagelarse con una vara.
- ¡Vaya! ¡Yo tuve uno de esos! –chilló Tais, complacido. – El mío era bombero.

Wicca, que se había tapado la cara con las dos manos, las separó un poco. Peter O’Donnell hizo un imperceptible encogimiento de hombros y le dijo “lo siento” casi sin mover los labios.

- El mío no paraba de gritar que iba a apagar todo mi fuego. Creo que era un poco amanerado, pero era encantador –Tais se había acercado y examinaba a Peter con una gran sonrisa en los labios.
- ¡La justicia militar es a la justicia lo que la música militar a la música! –gritó Peter, levantando otra vez el brazo.

Tais aplaudió como un niño pequeño. Wicca puso los ojos en blanco.

- ¡Una idea genial es la que se le ocurre a uno al día siguiente del alegato!
- ¡Es la bomba!
- Ya está bien, Tais. ¿Puedes dejarme sólo?
- ¡Y vio Dios que todo era bueno... e hizo a los abogados!
- ¡Es total, es total…!
- ¡Tais!
- Vale, vale. Ya me voy.

Tais salió de la habitación y Peter sonrió con suficiencia. Wicca parecía enojado.

- ¿Crees que me he pasado? –preguntó Peter, algo más contrito.
- Estoy seguro de que Tais te vio anoche en el despacho de mi padre.
- ¿Yo también estoy inmortalizado en el Tempos ese?
- Pero partido por la mitad. No te enteras de gran cosa.
- No creo que a Tais le asuste un simple muñeco como yo. Además, creo que lo he impresionado. Y aún no sabemos seguro que sea un mal tipo.
- Debería ponerme a hacer la maleta.

Wicca se levantó y abrió su armario. Peter aprovechó para echar un vistazo a su imagen reflejada en la pantalla del terminal de Wicca y planchar con las manos algunas arrugas de su chaqueta.

- Háblame de las salinas. Aún no me has dicho para qué necesitas esa información.

Wicca, que estaba decidiendo qué camisetas quería llevarse, reflexionó un momento.

- Debería remontarme al principio… ¿Qué sabes de las salinas?
- Nada.
- Pero si te he llenado la cabeza de datos.
- Lo habrás hecho tan bien como lo de evitarme la humillación de gritar como un poseso frases vergonzantes cada dos minutos.
- No necesitas mi ayuda para hacer eso, visto lo visto.
- Golpe bajo. Un punto menos para ti. Y ahora deja de hacerte el remolón e ilustra a tu abogado como la buena parte contratante que deberías ser.
- Está bien. Supongo que primero debería hablar del primer contacto y, por tanto, de Beatrice Sallebert.
- Expláyate.
- Beatrice Sallebert fue una chica que, en el periodo que nos interesa, acababa de cumplir los veintidós. Nacida en Francia, aunque de descendencia alemana, vivía con su abuela en Burdeos, en un modesto pisito junto al Temple du Hâ. Una chica anónima que se convirtió en el centro de todas las miradas, sin comerlo ni beberlo, al ser la persona elegida entre toda la humanidad para representarnos ante los d’koontz, la primera raza alienígena interesada en entablar relaciones con la Tierra. La elección no fue nuestra, claro está. Los d’koontz no querían a grandes hombres de estado, ni a científicos de renombre, ni a famosos gurús de la comunicación. Querían a Beatrice, que estudiaba bellas artes por las mañanas y trabajaba limpiando una peluquería y lavando el pelo a las clientas por las tardes. Los d’koontz anunciaron su elección por todos los medios y al mismo tiempo (radio, televisión, internet, redes de jugadores online, mensajes de móvil), dando un susto de muerte al mundo entero, que, después de tanta película sobre alienígenas ladrones de cuerpos o revienta barrigas, no esperaba nada bueno de unos visitantes del exterior, menos aún de unos tan bien comunicados como éstos. Además, el mensaje era escueto pero impactante. Una cosa que parecía una persona con los órganos internos adheridos a la piel decía en varias lenguas: “estamos aquí, queremos a Beatrice”. La NASA enseguida tomó partido y después de apuntar con todo lo que tenían a la nave nodriza preguntaron quién demonios era Beatrice y qué había hecho. Los d’koontz contestaron que, tras un riguroso estudio de las ondas cerebrales de toda la población humana del planeta, era Beatrice quien mejor podía asimilar lo que iba a encontrarse al llegar a la nave. Añadieron que de la otra raza inteligente de la Tierra habían seleccionado también a quien mejor pudiera digerir la información que iban a facilitarles. ¿Otra raza inteligente? ¿Qué otra raza inteligente?, quiso saber la NASA. ¿Acaso hay más inteligencia que la humana en este planeta? ¿Quizá los delfines? ¿Quizá las ballenas? Las salinas, así es como les gusta que las llamen, respondieron.
- Me imagino el revuelo –concedió Peter. - Una cosa es que vengan unos tíos feos de la otra punta del cosmos a decirte, mientras estás viendo la ruleta de la fortuna, que no estás solo en el universo. Pero que encima te digan que convives con otra raza más inteligente que la tuya sin tener ni pajolera idea, ya toca las narices.
- Nadie ha dicho que las salinas sean más inteligentes que los humanos.
- Ahí, defendiendo el honor patrio.
- Enseguida corrieron todo tipo de rumores –continuó Wicca, mientras doblaba su ropa. - Seguro que las salinas eran una plaga indeseable del planeta D’koontz, y nos las querían encajonar en una maniobra de reubicación. Si fueran de la Tierra lo sabríamos. Habrían hecho algo para impedir que nos cargáramos el planeta. ¿Y qué era eso de que habían realizado un estudio de ondas cerebrales en todo el planeta, con toda la población? ¿Querían los d’koontz demostrarnos que eran capaces de freírnos el cerebro a la primera de cambio? Seguro que habían elegido a la pobre y joven Beatrice para dejarla embarazada y que diera a luz a veinte híbridos a la semana. Pese a todo, el primer contacto se llevó a cabo poco después en la nave de los d’koontz y asistieron las elegidas: una humana, que pese a lo que dijeran sus ondas cerebrales estaba muerta de miedo, y una salina, a la que parecía que todo aquello le resbalaba.
- Está bien. Hubo un primer contacto, los extraterrestres ofrecieron su tecnología y sabiduría espacial a cambio de un permiso para colocar una base a las afueras del sistema solar, bla, bla, bla. Todo eso ya lo sabía. Lo que quiero saber es por qué te interesan a ti las salinas. Lo que hiciera una peluquera francesa, francamente…
- Beatrice Sallebert volvió a su casa cambiada. Nunca volvió a ser la misma.
- Supongo que le afectaría el tête à tête con los alienígenas.
- No es eso. Más adelante se descubrió que estaba poseída. Una salina se había infiltrado en su cuerpo y se le había alojado en el hipotálamo, adueñándose de su voluntad. Cuando se descubrió el pastel la opinión pública se rebeló. Era posible que las salinas llevaran siglos practicando ese tipo de invasiones vejatorias. Quizá no había seres humanos deleznables, sino salinizados. ¿Quién podía afirmar que los grandes dictadores de la historia, los asesinos, los genocidas, no podían haber estado poseídos por una raza inteligente y diminuta que compartía nuestro planeta y de la que no sabíamos nada?
- ¡Qué manera de echar la culpa a los demás!
- Poco después estalló la gran guerra, y las salinas tuvieron la oportunidad de demostrar que eran capaces de aquello y de mucho más. La mitad de la población humana se puso de parte de ellas, y no precisamente por propia voluntad. La guerra estuvo a punto de acabar con la raza humana. Por suerte, los d’koontz, pese a sus tratados de no intervención, acabaron tomando partido en nuestro favor y bombardearon el planeta con unas ondas que impedían a las salinas anidar en el ser humano. Una vez libre de ellas, el gobierno de los Estados Unidos atacó los océanos, donde habitaban las salinas, hasta acabar casi por completo con toda la vida marina. Las salinas acabaron por rendirse, no porque las armas americanas fueran a acabar con ellas, sino por la tristeza que les inspiraba el estropicio que estaban haciendo los humanos por su culpa, y empezaron las negociaciones y el tratado de no agresión. Pues bien. Después de casi cien años sin tener noticias de ellas, ayer, durante mi fiesta de cumpleaños, una salina se entrevistó conmigo.

Peter se quedó con la boca abierta.

- ¿Qué quería?
- Venir en la misión diplomática de mañana. Participar en las negociaciones. Según ella, bastaba con mi firma y una declaración para que todo fuera legal.
- Parece que de verdad necesitas un abogado.
- Le dije que no. Evidentemente, he estudiado la gran guerra, tanto en el colegio como en la Universidad, y sé que las salinas no son de fiar. Pero al hablar ayer con la salina no relacioné lo que sabía de ellas con la que se me presentó en forma de niña. No recordé que podían adueñarse de la voluntad de los seres humanos. Las ondas de los d’koontz eran una medida disuasoria temporal. No creo que ahora mismo nada nos proteja de ellas. ¿Y si se ha metido en mi cerebro? ¿Y si me ha hecho firmar esa declaración mientras creía estar durmiendo?
- Definitivamente, tienes problemas. ¿Has avisado a seguridad?
- Le prometí que no le contaría a nadie que habíamos mantenido esa conversación.
- Me lo estás contando a mí.
- Bueno… tú no estás vivo. De una forma retorcida, tú no cuentas. Es como si grabara la información en mi diario.
- Gracias, majo.
- Además, ella no lo sabe.
- Si está ahí dentro, está al tanto –dijo Peter, dándose golpecitos en la sien.
- Me gustaría que me vigilaras estrechamente, Peter. Si hago algo sospechoso, tendrás que contarle todo esto a mi madre. Pero hasta entonces voy a intentar mantener mi palabra. No quiero causar un enfrentamiento innecesario entre nuestras especies.
- Intentaré complacerte, pero no te prometo nada. No usáis apellidos y tenéis un gusto horrendo para la ropa y el peinado. No puedo estar seguro de qué es un comportamiento anormal.

Wicca suspiró, agobiado, mientras le daba un par de botas a su maleta.

- Por si todo eso fuera poco, anoche recibí una llamada mientras estaba con mi padre y con Tais en la Unidad de Tempos. Era un amigo de mamá. El mismo que le dio la tecnología para crear la Unidad.
- ¿Y qué quería?
- Ponerme sobre aviso. Está convencido de que en la Pressure, la nave que tenemos que coger mañana, habrá un infiltrado.
- ¿Un espía?
- No. Un espía, no. Un asesino.




IR AL SIGUIENTE CAPÍTULO

martes, 23 de marzo de 2010

Capítulo VII: O’Donnell


- ¿Wicca?... ¿Wicca? –se escuchó al otro lado.

Eran dos voces distintas, separadas por algo más de un segundo, pero ambas parecían masculinas y ambas sabían su nombre.

- Soy yo. ¿Quién… quienes sois?

Tais y Siras lo miraban atentos, el primero por la llamada, el segundo porque no daba crédito a que su hijo de ocho años anduviera en plena adolescencia.

- Trienkarf erixe bagteog chawnoref kapl’a. Decir algo tú tengo importante.

Entonces lo entendió. La primera voz era de quién le hablaba a través del teléfono y lo hacía en una lengua extranjera. La segunda era un traductor, seguramente automático y desfasado.

- Te escucho –dijo Wicca.
- […] Preparado hilo comunicación llevar aviso tú tiempo hace.

Wicca ordenó las palabras para saber si lo iba entendiendo, y porque Tais quería enterarse de lo que estaba diciendo el otro y de verlo hacer gestos se estaba poniendo nervioso.

- Dice que preparó este medio de comunicación hace tiempo, para poder avisarme de algo.
- […] ¿No sólo? –preguntó el extraño al teléfono.
- No.
- […] ¿Siras? ¿Gente? ¿Madre?
- Siras, gente –dijo Wicca.
- […] Fuera gente. Wicca Siras sólo. Más fiar nunca gente.
- Tú. Fuera. Ahora.

Tais se lo quedó mirando con la boca abierta.

- ¿Por qué?
- Porque esto no te incumbe. Sal ahora mismo. Va, rapidito. Es un asunto de vida o muerte.

Tais obedeció a regañadientes.

- Y tú, papá, vigila que se quede fuera. Y no intentes salir con él a la galería, o te desintegrarás sin dejar rastro.

Siras también obedeció, aunque parecía que lo de desintegrarse no le había hecho ninguna gracia.

- Vale – le dijo Wicca al del teléfono. -Ya podemos hablar.





Peter O’Donnell recuperó la consciencia. No recordaba quién era ni dónde estaba. Lo único que sabía de su condición es que había perdido el colgante.
Estaba tumbado boca arriba sobre algo cómodo. No sentía ningún tipo de brisa en la piel, ni veía estrellas en el firmamento, por lo que dedujo que estaba a cubierto. No sentía hambre, ni sed. Podía llevar allí tirado cinco minutos o varios días, no había forma de saberlo. Pero había perdido el colgante. Aquella idea se repetía de forma constante.

Colgante.
Colgante.
Colgante.

Pronto se acostumbró a la oscuridad y descubrió que había luz, una luz anaranjada que iluminaba el techo de forma indirecta. En el techo descubrió una lámpara que se movía. Pero si se movía no podía ser una lámpara. Quizá fuese otra cosa. Algo peor.

Colgante.
Colgante.

Entonces sintió el movimiento en todas partes. Era un terremoto. Todo se agitaba. Rodó por el suelo sin ningún control sobre sus músculos, como si se hubiera quedado paralítico. El terremoto continuaba y parecía que nunca iba a acabar. Era como si alguien hubiera arrancado desde los cimientos el edificio dónde se hallaba y lo hubiera llevado a otro sitio. Pero eso era absurdo. Nadie podía levantar un edificio. Esas cosas no ocurrían en la ciudad de Nueva York. Bueno, sí, ocurrían, pero sólo en las películas de gorilas gigantes de los años 30, o en alguna secuela posterior.

Colgante.

Intentó cerrar los ojos pero no tenía fuerzas ni para eso. No quería ver lo que estaba a punto de ocurrir. Pero lo vio.

Algo arrancó el techo de cuajo. Una luz dolorosa y antinatural lo llenó todo. Una mano gigantesca se apoderó de su pierna y tiró de ella hacia arriba. Peter O’Donnell quería gritar pero no podía. Aquella cosa horrenda lo sacó a un mundo aterrador y él perdió el conocimiento mientras colgaba cabeza abajo.

(… abajo,
abajo,
abajo…)





Soñó que le abrían la cabeza y le hurgaban dentro. Un zumbido y una comezón persistente se apoderaron de sus neuronas durante horas, días, quizá durante el resto de su vida.
A continuación soñó que le abrían un boquete en una pierna, le clavaban un cable en la carne abierta y lo conectaban a un gigantesco enchufe, una grotesca y demencial toma de corriente de la pared.
Luego, afortunadamente, despertó.

Levantó el torso de golpe, quedándose sentado muy rígido, y tomó una gran bocanada de aire. Le sorprendió haber recuperado la movilidad. Aún así fue una sorpresa amable en comparación con lo que vino luego. Estaba en una habitación de dimensiones bíblicas, donde todo el mobiliario le llevaba una proporción de quince a uno. Él mismo se hallaba colocado sobre una silla cuyo asiento era del tamaño del colchón de una cama de matrimonio y los reposabrazos se erigían como dos esfinges a ambos lados, tan altos que para asomarse por encima tendría que trepar por espacio de un minuto, eso si hallaba donde poner los pies.

Tal y como había soñado, un cable le salía de la pantorrilla derecha y lo conectaba a una toma de corriente tan desmesurada como el resto de la estancia. Se examinó con horror la herida de la pierna y se sorprendió al descubrir que el cable acababa en una clavija que se conectaba a una toma hembra dentro de su gemelo. No había sangre, ni cortes.

Echó un vistazo alrededor por si su captor andaba por allí, preguntándose si sería prudente desconectarse aquello o si al hacerlo saltaría una alarma que lo delataría.
Había alguien sentado ante una pantalla al otro lado de la inmensa habitación. Parecía un muchacho gigante.

- En fin… Ocasión desaprovechada, necedad probada. ¡Eh, tú! ¡Alienígena! –gritó Peter.

El muchacho dio un respingo y se giró en el acto.

- ¿Ya estás despierto? –dijo, complacido, y se acercó corriendo a la silla.

Peter se arrastró hacia atrás, asustado, haciendo que el cable que lo conectaba a la pared quedara tirante.
El muchacho gigante se agachó para que Peter quedara a la altura de sus ojos.

- ¿Qué tal te encuentras?
- Bastante bien, considerando que has destrozado mi despacho, me has raptado y abducido, has hurgado en mi cerebro, me has implantado una cosa en la pierna y me has llevado a tu planeta donde parece que os alimentan con demasiado azúcar. Si querías un representante legal podrías haber buscado uno de tu tamaño en las páginas amarillas.
- No sé cómo alguien tan pequeño puede decir cosas tan grandes.
- Y ahora encima te burlas de mí.
- En absoluto, Peter. Jamás se me ocurriría.
- ¿Cómo sabes mi nombre?
- Porque eres el abogado defensor de aliens más famoso de la tierra.
- Entonces no hace falta que te dé esto –Peter le alargó una tarjeta del tamaño de un cuarto de uña.

Wicca la leyó en voz alta, entornando los ojos, aunque no hacía falta porque se la sabía de memoria.

- Peter O’Donnell, Abogado Penalista. Especialidad: Derecho Intergalaxial. No importa a quién te hayas comido, tú no lo sabías.
- Entonces, ¿necesitas mis servicios?
- Desde luego.
- ¿Me pagarás el arreglo del despacho?

Wicca sonrió.

- Por supuesto.
- Está bien. Cuéntame toda la verdad, que ya me encargo yo de las mentiras. ¿Qué has hecho?
- Bueno, no sé si contártelo. Igual te llevas una decepción.
- No te preocupes por eso. Habla.
- No, mejor no.

Peter se puso en pie de un salto, enfadado.

- ¡Te he dicho que hables!
- Una vez me dijiste que un buen abogado no discute…
- ... sólo destruye…- acabó O’Donnell - ¿Ya nos conocemos?
- Ya lo creo.
- ¿Y por qué no te recuerdo?
- Bueno, he estado pasándote datos que nos pueden hacer falta en adelante. Igual me he cargado en el proceso algún recuerdo y alguna subrutina de personalidad.
- ¿Datos? ¿Qué datos?
- Bueno, ciertas leyes sobre un tratado entre los seres humanos y las salinas, cartografía interestelar y algunos monólogos divertidos por si me aburro durante el viaje.
- En algún punto me he perdido.
- Espera. Será mejor que te enseñe algo primero.

Wicca le desconectó la toma del gemelo y la piel se regeneró, cerrando la incisión sin dejar huella.

- Vaya… - dijo Peter. – Alucinante.
- Sí. Estás muy bien hecho.
- ¿Yo? ¿Eso no ha sido cosa tuya?
- Viene de serie en tu modelo. Bueno, venía de serie. Los de ahora ya serán más sofisticados.
- No te entiendo.
- Paciencia. Ahora lo entenderás.
- Es el sino de los abogados: si ganamos, somos caros; si perdemos, somos malos – Peter miró al muchacho gigante con horror. -¿Por qué he dicho eso?
- Sueltas una de esas cada dos minutos o así. Es parte de tu programa. Creía que lo había solucionado quitándote el chip de limitación.
- Mamá, tráeme un vaso de leche a la cama y dime que ha sido una pesadilla.
- Ven. No te asustes. Sólo te voy a poner sobre mi hombro. Te puedes apoyar en mi cuello, si ves que pierdes el equilibrio.
- Mejor llévame en la mano, no tengo ganas de estamparme desde esa altura.

Wicca cogió suavemente al abogado con la mano izquierda, (Peter cerró los ojos con fuerza), hizo una parapeto poniendo la mano derecha con la palma hacia arriba y doblando todos los dedos excepto el pulgar, que colocó afianzando el fuerte, y depositó allí al muñeco, que se apoyó en los dedos y asomó la cabeza por encima del índice y el medio, para otear desde allí.

- Vale. Enséñame lo que sea y acabemos con esto.

Wicca lo llevó hasta su cama para que pudiera ver una maqueta a escala de unos juzgados de Nueva York, planeta Tierra, a la que había quitado la parte superior, que descansaba boca arriba al otro lado de la cama, llena de lamparitas y techos repletos de adornos de escayola.

- Eso de ahí son los calabozos, eso, la sala principal, el despacho de la juez, la sala del jurado y ese chiquitito, tu despacho. Los ascensores son de pega.
- Ya me extrañaba a mí que no funcionaran nunca.
- ¿Lo entiendes ahora?
- ¿Quieres decir que soy un juguete?
- Eres mucho más que eso. Posees un cerebro positrónico mucho más sofisticado que el de alguno de mis compañeros de la Universidad. Y ahora que te he hecho algunas mejoras y te he quitado el chip que limitaba tu sentido de la realidad al de un muñeco, no tienes nada que envidiarle a un androide de tamaño estándar.
- Pero… ¿significa eso que no soy humano?
- Me temo que sí.
- Pero… tengo un aspecto muy humano.
- En todos los sentidos, menos en el tamaño.
- Y recuerdos de una vida como ser humano.
- No lo pongo en duda, aunque son recuerdos implantados.
- ¿Dónde está Salma?
- Desconectada. Creo que la guardé por ahí, en algún cajón.
- Quiero verla.
- Luego te la traigo. Te lo prometo.
- ¿Significa que nunca podremos tener hijos?

Wicca recordó que Peter y Salma practicaban a menudo.

- Me temo que no tendréis hijos.
- Esto es una pesadilla. ¿Sabías? Hay dos clases de abogados: los buenos, que conocen muy bien las leyes, y los mejores, que conocen muy bien al Juez. ¡Oh, Dios mío! – Peter se metió los dedos en la boca. – Da ezdamoz oda vez.
- ¿Crees que podrás superarlo?
- Hombre, si me quitas esta horrible costumbre de decir sandeces esteriotipadas, podremos empezar a trabajar en esa línea.
- Eso está hecho.
- ¿Cómo te llamas, grandullón?
- Wicca.
- ¿Wicca? ¿Qué clase de nombre es ese?

Wicca se encogió de hombros.

- El que me pusieron, supongo.
- Está bien. Wicca, qué más.
- Uf… Tendría que mirarlo en mi partida de nacimiento.
- ¿No sabes ni tu apellido?
- Es que hace tiempo que ya no se usan.
- Pero, ¿en que año estamos?
- Dos mil ciento ochenta y nueve.
- La madre… Déjame sobre la cama, que tengo que dejarme caer desmayado con un gesto entre trágico y dramático.
- Escucha. Necesito contarte un par de cosas que me están volviendo loco. Pero no quiero que te sientas obligado a atenderme, si no quieres.
- Para ser mi propietario, eres de lo más considerado.
- Entonces, ¿querrás hacerlo?
- El que sabe escuchar... sabe también cuándo.
- Otra vez el automático…
- No, esa es mía.
- Está bien –Wicca lo dejó encima de su escritorio, (del escritorio de Wicca, no del escritorio del despacho de Peter, en la maqueta), y le dijo: – Ponte cómodo. Te vas a hartar de escuchar.



IR AL SIGUIENTE CAPÍTULO

miércoles, 10 de marzo de 2010

Capítulo VI: Vestigios de un pasado inesperado


Tais abrió uno de los armarios de Wicca y eligió una chaqueta horrorosa, una camisa que le iba a la zaga, unos pantalones que no tenían nada que envidiar al resto y un sombrero que superaba todas las expectativas.

- ¿Qué se supone que estás haciendo, Tais?
- Ponte esto.
- ¿Para qué? Voy a parecer un fantoche.
- Hazme caso. No queremos que tu padre te reconozca.
- ¿Ah, no?
- Tendrás que dejarme hablar a mí primero.

Wicca iba a replicar, pero se lo pensó mejor y acabó obedeciendo en silencio. Que Tais tomara el mando resultaba, curiosamente, tranquilizador.

Mientras Wicca se vestía, Tais le iba preguntando por el procedimiento que seguía con la Unidad de Tempos cada vez que quería reiniciarla. Cuando Wicca estuvo preparado se fijó en que Tais no se había preocupado por su propia indumentaria.

- No puedes ir a ver a mi padre en calzoncillos, Tais.
- Ay, es verdad. Creo que yo también he bebido hoy un poco más de la cuenta.
- Espera. De que vayas (y vuelvas) de la habitación de mi madre habrá pasado por lo menos media hora. –Wicca le habló a la pulsera morada. - Clave Wicca. Necesito un uniforme de gala estándar de tamaño auto ajustable en mi habitación. Ya llegas tarde.
- Molestarme a estas horas… Ya le daré yo uniforme de gala. Se lo voy a meter por el…

Wicca cortó la comunicación a tiempo.

- ¿Qué era eso? –preguntó Tais, desconcertado.
- El mayordomo. Me extraña que no lo conozcas todavía.
- Hoy es la primera vez que he pisado esta casa, Wicca. He tenido que pedirle a tu madre que me hiciera un plano para poder encontrar tu habitación.

Casi al momento la puerta se abrió y el mismo carrito malencarado que le había llevado a Wicca su uniforme de gala antes de la fiesta apareció flotando con el de Tais.

Cuando el hombre estiró la mano para coger la ropa, el carrito se puso boca abajo, dejando que su contenido cayera al suelo. Luego se dio la vuelta con un golpe de aire, hizo un corte de mangas con dos brazos escuchimizados que le salían de los costados, salió volando de la habitación y cerró, dando un portazo.

- ¿Y a ese qué le pasa?
- Creo que el mayordomo está adiestrando a toda la casa. No me extrañaría que cuando volvamos de la misión, ya no sea nuestra.

Tais se vistió en un momento y tras ponerse los zapatos hizo un gesto a Wicca para que pasara delante.

- Vamos allá. Yo te sigo.

Salieron de la habitación, cruzaron tres galerías con la iluminación justa para no comerse las paredes y Wicca, sin ceremonias, le presentó a Tais la Unidad de Tempos. Parecía la caja fuerte de un banco. Incluso la compuerta era redonda.

Wicca introdujo la clave que sólo él sabía, procurando que Tais no viera los números, y la compuerta se abrió con un siseo. Pasaron al siguiente nivel, cerrando tras de sí, y Wicca introdujo la siguiente clave en un nuevo panel. La segunda compuerta, que no era redonda y se deslizaba hacia un lado, hizo lo propio y Wicca sintió una extraña emoción, distinta a la que lo embargaba cada vez que hacía aquel recorrido, tan indispensable como demencial: Sentía que estaba traicionando a Siras.

Tais pasó delante y Wicca se quedó junto a la compuerta, sintiendo vergüenza de sí mismo, no por haber roto aquel pacto tácito con su padre, sino porque sabía que parecía un idiota disfrazado de gángster.

El despacho estaba como siempre. La luz del sol entraba por dos de las tres ventanas circulares y había partículas de polvo entrando y saliendo de los haces. Aquel día, recuperado por Tempos para toda la eternidad, los purificadores habían sufrido una avería.

Siras estaba sentado en el suelo, dándoles la espalda. Parecía muy concentrado. Tenía algo en las manos pero Tais no pudo ver de qué se trataba.

El rubio se acercó despacio y le puso una mano en el hombro mientras Wicca esperaba en la retaguardia.

- Hola, Siras.

Éste levantó la mirada y, al ver al hombre que acababa de llegar, le cambió la expresión de la cara.

- ¡Tais, por el amor de Dios! ¿Qué haces tú aquí?

Wicca tardó menos de un segundo en pasar de la sorpresa a la cólera. Había dado dos pasos hacia ellos cuando Tais se percató y le pidió con un gesto de la mano que esperara un momento. Wicca obedeció, pero temblaba de ira.

Siras, que se estaba incorporando, no percibió la escena, y Tais continúo como si Wicca no estuviera allí.

- Tu mujer me ha abierto la puerta. Cada día que pasa es más hermosa.
- Sí que lo es… Creía que estabas en la otra punta de la galaxia, jugándote el pellejo por damiselas en apuros que luego nunca te lo agradecen lo suficiente. Oye, estás diferente. ¿Te has implantado todos esos músculos?
- Siras… tenemos que hablar.

Siras se fijó entonces en que no estaban solos. No le prestó mucha atención al otro pero dijo:

- ¿Tienes problemas? ¿Necesitas dinero?

Entonces Wicca sí se sintió como un gángster.

- No, no es eso. Escucha…

Tais empezó a relatar una historia en la que unos desconocidos habían atacado a un hombre, dejándolo fuera de la circulación. Tuvo cuidado de no utilizar en ningún momento las palabras asesinato o muerte. Más bien al contrario, procuró dar la impresión de que ese hombre estaba en una especie de cámara de éxtasis, a la espera de que su hermosa mujer y sus mejores amigos consiguieran sacarlo de allí. Finalmente le dijo que él, Siras, era aquel hombre, y que llevaba cinco años en la cámara de éxtasis. Siras lo escuchaba alucinado.

- Y ahora, tengo aquí a una persona que está deseando verte. Es ya casi un hombre, y está a punto de empezar su primera misión diplomática, con el cargo de consejero de Nisary, nada menos. Acércate, Wicca.

Wicca se quitó el sobrero y la chaqueta, contento de poder acabar con aquella farsa pero todavía enfadado con Tais por no haber mencionado que conocía a su padre, y según todos los indicios, desde hacía muchos años.

Al pasar junto a Tais, éste le hizo un gesto que venía a decir “así es como se hacen las cosas, chaval” y Wicca reprimió el impulso de romperle la cara.

Abrazó a su padre, que parecía reticente, convencido de que cuando él le explicaba la situación se lo tomaba muchísimo mejor, y en ese momento sonó un teléfono.

Wicca miró a su alrededor. Buscó la mirada de Tais, y vio que parecía tan intrigado como él. En los cinco años que Wicca llevaba visitando a su padre, jamás había sonado un teléfono en aquel despacho.

- Papá –le dijo Wicca a un Siras que permanecía con la mirada perdida en el vacío. - ¿Eso es un teléfono?

Su padre tenía algunos artículos de colección, pequeñas antigüedades sin uso alguno desperdigadas por su mesa, pero Wicca no recordaba que hubiera entre ellas un teléfono, y aquel sonaba como el de las holopelículas antiguas, estridente, persistente y casi con descaro.

- Hay uno en el primer cajón –dijo Siras, que parecía haber despertado del letargo - pero tiene 176 años. Estos teléfonos usaban una batería. El anterior dueño la conservaba aparte porque se corroían. Es imposible que sea ese teléfono lo que está sonando. No tiene fuente de alimentación.

Wicca abrió el cajón y descubrió un aparatito que sonaba y vibraba encima de unos papeles. Lo cogió con cautela. Se fijó en que había dos símbolos en sendas teclas bajo una pequeña pantalla, uno verde y otro rojo. Pensó que seguramente los colores seguirían significando lo mismo, como los de los semáforos, y tras lanzar una mirada significativa a Tais y otra a su padre, pulsó el botón verde, se llevó el teléfono al oído, como había visto hacer en las holopelículas, y dijo:

- ¿Diga?



IR AL SIGUIENTE CAPÍTULO