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martes, 23 de marzo de 2010

Capítulo VII: O’Donnell


- ¿Wicca?... ¿Wicca? –se escuchó al otro lado.

Eran dos voces distintas, separadas por algo más de un segundo, pero ambas parecían masculinas y ambas sabían su nombre.

- Soy yo. ¿Quién… quienes sois?

Tais y Siras lo miraban atentos, el primero por la llamada, el segundo porque no daba crédito a que su hijo de ocho años anduviera en plena adolescencia.

- Trienkarf erixe bagteog chawnoref kapl’a. Decir algo tú tengo importante.

Entonces lo entendió. La primera voz era de quién le hablaba a través del teléfono y lo hacía en una lengua extranjera. La segunda era un traductor, seguramente automático y desfasado.

- Te escucho –dijo Wicca.
- […] Preparado hilo comunicación llevar aviso tú tiempo hace.

Wicca ordenó las palabras para saber si lo iba entendiendo, y porque Tais quería enterarse de lo que estaba diciendo el otro y de verlo hacer gestos se estaba poniendo nervioso.

- Dice que preparó este medio de comunicación hace tiempo, para poder avisarme de algo.
- […] ¿No sólo? –preguntó el extraño al teléfono.
- No.
- […] ¿Siras? ¿Gente? ¿Madre?
- Siras, gente –dijo Wicca.
- […] Fuera gente. Wicca Siras sólo. Más fiar nunca gente.
- Tú. Fuera. Ahora.

Tais se lo quedó mirando con la boca abierta.

- ¿Por qué?
- Porque esto no te incumbe. Sal ahora mismo. Va, rapidito. Es un asunto de vida o muerte.

Tais obedeció a regañadientes.

- Y tú, papá, vigila que se quede fuera. Y no intentes salir con él a la galería, o te desintegrarás sin dejar rastro.

Siras también obedeció, aunque parecía que lo de desintegrarse no le había hecho ninguna gracia.

- Vale – le dijo Wicca al del teléfono. -Ya podemos hablar.





Peter O’Donnell recuperó la consciencia. No recordaba quién era ni dónde estaba. Lo único que sabía de su condición es que había perdido el colgante.
Estaba tumbado boca arriba sobre algo cómodo. No sentía ningún tipo de brisa en la piel, ni veía estrellas en el firmamento, por lo que dedujo que estaba a cubierto. No sentía hambre, ni sed. Podía llevar allí tirado cinco minutos o varios días, no había forma de saberlo. Pero había perdido el colgante. Aquella idea se repetía de forma constante.

Colgante.
Colgante.
Colgante.

Pronto se acostumbró a la oscuridad y descubrió que había luz, una luz anaranjada que iluminaba el techo de forma indirecta. En el techo descubrió una lámpara que se movía. Pero si se movía no podía ser una lámpara. Quizá fuese otra cosa. Algo peor.

Colgante.
Colgante.

Entonces sintió el movimiento en todas partes. Era un terremoto. Todo se agitaba. Rodó por el suelo sin ningún control sobre sus músculos, como si se hubiera quedado paralítico. El terremoto continuaba y parecía que nunca iba a acabar. Era como si alguien hubiera arrancado desde los cimientos el edificio dónde se hallaba y lo hubiera llevado a otro sitio. Pero eso era absurdo. Nadie podía levantar un edificio. Esas cosas no ocurrían en la ciudad de Nueva York. Bueno, sí, ocurrían, pero sólo en las películas de gorilas gigantes de los años 30, o en alguna secuela posterior.

Colgante.

Intentó cerrar los ojos pero no tenía fuerzas ni para eso. No quería ver lo que estaba a punto de ocurrir. Pero lo vio.

Algo arrancó el techo de cuajo. Una luz dolorosa y antinatural lo llenó todo. Una mano gigantesca se apoderó de su pierna y tiró de ella hacia arriba. Peter O’Donnell quería gritar pero no podía. Aquella cosa horrenda lo sacó a un mundo aterrador y él perdió el conocimiento mientras colgaba cabeza abajo.

(… abajo,
abajo,
abajo…)





Soñó que le abrían la cabeza y le hurgaban dentro. Un zumbido y una comezón persistente se apoderaron de sus neuronas durante horas, días, quizá durante el resto de su vida.
A continuación soñó que le abrían un boquete en una pierna, le clavaban un cable en la carne abierta y lo conectaban a un gigantesco enchufe, una grotesca y demencial toma de corriente de la pared.
Luego, afortunadamente, despertó.

Levantó el torso de golpe, quedándose sentado muy rígido, y tomó una gran bocanada de aire. Le sorprendió haber recuperado la movilidad. Aún así fue una sorpresa amable en comparación con lo que vino luego. Estaba en una habitación de dimensiones bíblicas, donde todo el mobiliario le llevaba una proporción de quince a uno. Él mismo se hallaba colocado sobre una silla cuyo asiento era del tamaño del colchón de una cama de matrimonio y los reposabrazos se erigían como dos esfinges a ambos lados, tan altos que para asomarse por encima tendría que trepar por espacio de un minuto, eso si hallaba donde poner los pies.

Tal y como había soñado, un cable le salía de la pantorrilla derecha y lo conectaba a una toma de corriente tan desmesurada como el resto de la estancia. Se examinó con horror la herida de la pierna y se sorprendió al descubrir que el cable acababa en una clavija que se conectaba a una toma hembra dentro de su gemelo. No había sangre, ni cortes.

Echó un vistazo alrededor por si su captor andaba por allí, preguntándose si sería prudente desconectarse aquello o si al hacerlo saltaría una alarma que lo delataría.
Había alguien sentado ante una pantalla al otro lado de la inmensa habitación. Parecía un muchacho gigante.

- En fin… Ocasión desaprovechada, necedad probada. ¡Eh, tú! ¡Alienígena! –gritó Peter.

El muchacho dio un respingo y se giró en el acto.

- ¿Ya estás despierto? –dijo, complacido, y se acercó corriendo a la silla.

Peter se arrastró hacia atrás, asustado, haciendo que el cable que lo conectaba a la pared quedara tirante.
El muchacho gigante se agachó para que Peter quedara a la altura de sus ojos.

- ¿Qué tal te encuentras?
- Bastante bien, considerando que has destrozado mi despacho, me has raptado y abducido, has hurgado en mi cerebro, me has implantado una cosa en la pierna y me has llevado a tu planeta donde parece que os alimentan con demasiado azúcar. Si querías un representante legal podrías haber buscado uno de tu tamaño en las páginas amarillas.
- No sé cómo alguien tan pequeño puede decir cosas tan grandes.
- Y ahora encima te burlas de mí.
- En absoluto, Peter. Jamás se me ocurriría.
- ¿Cómo sabes mi nombre?
- Porque eres el abogado defensor de aliens más famoso de la tierra.
- Entonces no hace falta que te dé esto –Peter le alargó una tarjeta del tamaño de un cuarto de uña.

Wicca la leyó en voz alta, entornando los ojos, aunque no hacía falta porque se la sabía de memoria.

- Peter O’Donnell, Abogado Penalista. Especialidad: Derecho Intergalaxial. No importa a quién te hayas comido, tú no lo sabías.
- Entonces, ¿necesitas mis servicios?
- Desde luego.
- ¿Me pagarás el arreglo del despacho?

Wicca sonrió.

- Por supuesto.
- Está bien. Cuéntame toda la verdad, que ya me encargo yo de las mentiras. ¿Qué has hecho?
- Bueno, no sé si contártelo. Igual te llevas una decepción.
- No te preocupes por eso. Habla.
- No, mejor no.

Peter se puso en pie de un salto, enfadado.

- ¡Te he dicho que hables!
- Una vez me dijiste que un buen abogado no discute…
- ... sólo destruye…- acabó O’Donnell - ¿Ya nos conocemos?
- Ya lo creo.
- ¿Y por qué no te recuerdo?
- Bueno, he estado pasándote datos que nos pueden hacer falta en adelante. Igual me he cargado en el proceso algún recuerdo y alguna subrutina de personalidad.
- ¿Datos? ¿Qué datos?
- Bueno, ciertas leyes sobre un tratado entre los seres humanos y las salinas, cartografía interestelar y algunos monólogos divertidos por si me aburro durante el viaje.
- En algún punto me he perdido.
- Espera. Será mejor que te enseñe algo primero.

Wicca le desconectó la toma del gemelo y la piel se regeneró, cerrando la incisión sin dejar huella.

- Vaya… - dijo Peter. – Alucinante.
- Sí. Estás muy bien hecho.
- ¿Yo? ¿Eso no ha sido cosa tuya?
- Viene de serie en tu modelo. Bueno, venía de serie. Los de ahora ya serán más sofisticados.
- No te entiendo.
- Paciencia. Ahora lo entenderás.
- Es el sino de los abogados: si ganamos, somos caros; si perdemos, somos malos – Peter miró al muchacho gigante con horror. -¿Por qué he dicho eso?
- Sueltas una de esas cada dos minutos o así. Es parte de tu programa. Creía que lo había solucionado quitándote el chip de limitación.
- Mamá, tráeme un vaso de leche a la cama y dime que ha sido una pesadilla.
- Ven. No te asustes. Sólo te voy a poner sobre mi hombro. Te puedes apoyar en mi cuello, si ves que pierdes el equilibrio.
- Mejor llévame en la mano, no tengo ganas de estamparme desde esa altura.

Wicca cogió suavemente al abogado con la mano izquierda, (Peter cerró los ojos con fuerza), hizo una parapeto poniendo la mano derecha con la palma hacia arriba y doblando todos los dedos excepto el pulgar, que colocó afianzando el fuerte, y depositó allí al muñeco, que se apoyó en los dedos y asomó la cabeza por encima del índice y el medio, para otear desde allí.

- Vale. Enséñame lo que sea y acabemos con esto.

Wicca lo llevó hasta su cama para que pudiera ver una maqueta a escala de unos juzgados de Nueva York, planeta Tierra, a la que había quitado la parte superior, que descansaba boca arriba al otro lado de la cama, llena de lamparitas y techos repletos de adornos de escayola.

- Eso de ahí son los calabozos, eso, la sala principal, el despacho de la juez, la sala del jurado y ese chiquitito, tu despacho. Los ascensores son de pega.
- Ya me extrañaba a mí que no funcionaran nunca.
- ¿Lo entiendes ahora?
- ¿Quieres decir que soy un juguete?
- Eres mucho más que eso. Posees un cerebro positrónico mucho más sofisticado que el de alguno de mis compañeros de la Universidad. Y ahora que te he hecho algunas mejoras y te he quitado el chip que limitaba tu sentido de la realidad al de un muñeco, no tienes nada que envidiarle a un androide de tamaño estándar.
- Pero… ¿significa eso que no soy humano?
- Me temo que sí.
- Pero… tengo un aspecto muy humano.
- En todos los sentidos, menos en el tamaño.
- Y recuerdos de una vida como ser humano.
- No lo pongo en duda, aunque son recuerdos implantados.
- ¿Dónde está Salma?
- Desconectada. Creo que la guardé por ahí, en algún cajón.
- Quiero verla.
- Luego te la traigo. Te lo prometo.
- ¿Significa que nunca podremos tener hijos?

Wicca recordó que Peter y Salma practicaban a menudo.

- Me temo que no tendréis hijos.
- Esto es una pesadilla. ¿Sabías? Hay dos clases de abogados: los buenos, que conocen muy bien las leyes, y los mejores, que conocen muy bien al Juez. ¡Oh, Dios mío! – Peter se metió los dedos en la boca. – Da ezdamoz oda vez.
- ¿Crees que podrás superarlo?
- Hombre, si me quitas esta horrible costumbre de decir sandeces esteriotipadas, podremos empezar a trabajar en esa línea.
- Eso está hecho.
- ¿Cómo te llamas, grandullón?
- Wicca.
- ¿Wicca? ¿Qué clase de nombre es ese?

Wicca se encogió de hombros.

- El que me pusieron, supongo.
- Está bien. Wicca, qué más.
- Uf… Tendría que mirarlo en mi partida de nacimiento.
- ¿No sabes ni tu apellido?
- Es que hace tiempo que ya no se usan.
- Pero, ¿en que año estamos?
- Dos mil ciento ochenta y nueve.
- La madre… Déjame sobre la cama, que tengo que dejarme caer desmayado con un gesto entre trágico y dramático.
- Escucha. Necesito contarte un par de cosas que me están volviendo loco. Pero no quiero que te sientas obligado a atenderme, si no quieres.
- Para ser mi propietario, eres de lo más considerado.
- Entonces, ¿querrás hacerlo?
- El que sabe escuchar... sabe también cuándo.
- Otra vez el automático…
- No, esa es mía.
- Está bien –Wicca lo dejó encima de su escritorio, (del escritorio de Wicca, no del escritorio del despacho de Peter, en la maqueta), y le dijo: – Ponte cómodo. Te vas a hartar de escuchar.



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