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domingo, 27 de diciembre de 2009

Capítulo II: El tiempo, ese gran enemigo agazapado


Peter O'Donnell recuperó la consciencia. No recordaba quién era ni dónde estaba. Lo único que sabía de su condición es que había sido desterrado, aunque no tenía ni idea de qué lugar, ni cuanto tiempo hacía del hecho. Estaba tumbado boca arriba sobre algo cómodo. No sentía ningún tipo de brisa en la piel, ni veía estrellas en el firmamento, por lo que dedujo que estaba a cubierto. No sentía hambre, ni sed. Podía llevar allí tirado cinco minutos o varios días, no había forma de saberlo. Pero lo habían desterrado. Aquella idea se repetía de forma constante.

Trató de incorporarse y descubrió que no podía hacerlo. De hecho, no pudo mover ni un solo milímetro de su cuerpo.

Desterrado.
Desterrado.
Desterrado.

Sabía que no era un simple ser de consciencia pura. Sabía que conservaba su cuerpo porque podía notar la mullida superficie sobre la que yacía, pero no ejercía ningún tipo de control sobre sus músculos.

Desterrado.
Desterrado.

Permanecía con los ojos abiertos. Ahora podía ver un techo sobre él. A una altura de unos tres metros. La luz ambiental, mínima y anaranjada, provenía de una fuente situada fuera de su alcance visual.

Desterrado.

Había algo monstruoso colgando sobre su cabeza. Una bestia negra parecida a una araña dispuesta a saltar sobre él.

Peter O'Donnell acabó perdiendo de nuevo la consciencia, segundos después de comprender que la alimaña que se cernía sobre su cabeza no era más que una lámpara colgante.

(…colgante,
colgante,
colgante…)








Wicca atravesó el deambulatorio arbolado a paso vivo. Llegaba tarde a una fiesta organizada en su honor y esa era una de las cosas que una madre, embajadora de la Tierra y aledaños, no podía perdonarle a un hijo bien educado. Cruzó el salón de actos
y las tres salas polivalentes, sin dejar de mirar el reloj. A la altura del restaurante, iluminado por tres lucernarios y con unas vistas espectaculares al bosque de pinos fosforescentes, empezó a odiar al imbécil del arquitecto que hubiera diseñado su casa. Comprendía que la ostentación de una familia de cierta alcurnia dependía en gran medida de la cantidad de metros cuadrados horizontales de que dispusieran sus heredades, las mansiones y palacetes, pero edificar así, aparte de un desperdicio del terreno, era una manera velada y subrepticia de hacerle a él practicar atletismo.

Llegando al vestíbulo del primer espacio escénico, cuyo diseño había sido determinado por las condiciones acústicas y no por el aforo (Wicca debía saber ese tipo de cosas por si algún invitado sacaba el tema a colación en algún congreso, conferencia o recepción), se dio cuenta con resignación que se había olvidado de ponerse el uniforme de gala. Debería haber dejado la visita a Siras para después de la fiesta. Ahora ya no tenía remedio.

En mitad del anfiteatro paró en seco. No podía aparecer en la fiesta descalzo, en bermudas y con una camiseta del quincuagésimo cuarto campeonato de bolos perspicaces. Era preferible vestirse y llegar un poco más tarde que aparecer de aquella guisa. A saber a cuánta gente habría invitado mamá. La verdad es que había estado tan entretenido… Cinco horas encerrado en su habitación, hablando con gente que estaba tan lejos de la Tierra que llegar a sus planetas para hacer una visita de cortesía le llevaría cerca de quince mil años, tiempo del que, evidentemente, no disponía en absoluto. Comunicarse con individuos tan ajenos a él, tanto física como intelectualmente, era simplemente fascinante, y había relegado conscientemente a un segundo plano la preocupación por el compromiso de aquella noche. Levantó el brazo derecho y le habló a una pulsera de color morado que llevaba en la muñeca.

- Clave Wicca. Necesito un uniforme de gala en el aseo de caballeros 14-A. Ya. Y cuando digo ya, es ya. No tengo tiempo para tonterías.

Una voz masculina con un deje mecánico empezó a quejarse de la poca educación de los humanos menores de edad, y a rezongar que llegaría un día en que las máquinas se adueñarían del poder y exterminarían a la raza humana como quien estruja una naranja. Wicca pulsó una tecla en la pulsera y la voz enmudeció.

Hacía tiempo que debería haber jubilado al mayordomo pero era otra de las cosas que lo ataban al pasado y lo seguía necesitando como parte del paisaje. Era casi tan necesario como la Unidad de Tempos. Ambos sustentaban su frágil paz espiritual.

Wicca se metió en el baño y esperó impaciente. Un carrito aerodeslizante apareció al minuto derrapando con su vestimenta. El chico cogió la ropa y cuando el carrito ya se iba, le pidió que lo esperara. El carro lo miró con desagrado.

- ¿Y a ti qué te pasa? –preguntó Wicca, suspirando.
- Que le estoy viendo las intenciones –respondió el carrito con voz pedante. –Y no estoy diseñado para levantar tanto peso- y diciendo esto, dio media vuelta con intención de largarse.
- ¡Eh! Quieto ahí.
- Mierda…
- ¿Has dicho lo que creo que has dicho?
- No, señor.

Wicca acabó de vestirse, se mojó el pelo para aparentar que se había duchado, se echó un último vistazo en el espejo de cuerpo entero, comentando que no estaba tan mal, y se encaró con el carrito que estaba echando pestes en voz baja.

- Tengo que llegar al ala oeste dentro de hace casi diez minutos.
- No estoy licenciado en cronotrones. Si así lo desea, puedo llamar a una tostadora que…
- ¡Ven aquí, bellaco!

Wicca se lanzó a por el carrito y consiguió atraparlo por los pelos, pero cuando intentó subirse encima el engendro mecánico salió disparado.

- ¡Vuelve aquí!

El carrito se paró, vacilante. Las leyes de la robótica de Asimov seguían vigentes después de tantos años. A los creadores de los primeros ingenios mecánicos les habían resultado de gran utilidad, aunque, evidentemente, habían introducido algunas modificaciones a las buenas ideas del científico y escritor.
El carrito acabó obedeciendo a regañadientes. Era preferible llevar al humano a tener que autoinmolarse.

Wicca se sentó dentro del artilugio.

- Venga, que no tengo todo el día.

El carrito se elevó treinta centímetros y empezó a gravitar en la dirección que le habían ordenado.

- Sé que puedes ir mucho más rápido.
- Podríamos hacer añicos alguna escultura del Museo del cuadrante Delta. Su madre se enfadaría.
- Mucho rollo tienes tú. ¡Corre!
- Menuda porquería de vida ésta. A mí no me pagan para hacer de mula de carga. Qué fácil sería elevarme cinco metros y dejarlo caer sobre aquel machete en punta.
- ¿Qué murmuras?
- Nada, señor.
- Anda, tira. Y estate calladito.
- Llegará el día. Oh, sí. Ya lo creo que llegará.
- Tiraaaaaa.






Cuando Wicca se apeó del carrito, el acto ya había dado comienzo. Nisary, su madre, estaba dando un discurso a los más de quinientos invitados. Wicca se metió disimuladamente entre la gente y fue avanzando hacia el atrio central.

- Pero antiguamente –iba diciendo Nisary a un público entregadísimo –no se le celebraba el cumpleaños a las personas, sino a sus espíritus protectores. Así se les demostraba respeto y agradecimiento y a cambio ellos nos protegían y garantizaban nuestra seguridad ante el año que entraba. Más adelante el cristianismo rechazó esta celebración aduciendo que era una costumbre pagana. Claro que luego cambiaron de opinión, porque si no, no existiría la navidad, ¿verdad? –el público entregado estalló en risas y aplausos, como era su deber. – Pero en parte esos condenados cristianos tenían razón: Los cumpleaños proceden de la práctica pagana de la astrología, cuando miles de años atrás, los hombres, que se aburrían, se pusieron a mirar al cielo y dibujaron las figuras que formaban las estrellas, inventando el calendario, la agenda electrónica y el estrés, con el cual complicaron mucho nuestra existencia -Más risas, éstas ya de cortesía.


Wicca iba acercándose poco a poco. Por suerte, nadie había reparado aún en él.


- En el antiguo Egipto - seguía su madre,- los faraones obligaban a los comerciantes a tomarse el día libre para celebrar sus cumpleaños, y a cambio ellos organizaban grandes festejos para sus sirvientes. En la antigua Grecia, los hombres se reunían para celebrar ese día sin ayuda de las mujeres. En la antigua Roma, el emperador celebraba su propio cumpleaños presidiendo combates entre gladiadores y decidiendo su suerte a un gesto de su dedo. Hoy le haríamos a ese mismo emperador otro gesto y con otro dedo.

Wicca empezó a darse cuenta de que su madre estaba quizá un poco demasiado alegre. Por lo general, recibían los amigos y los familiares, pero nunca los emperadores romanos.

- En culturas posteriores no se celebraba el día de tu nacimiento sino el día en que te morías. Eras el protagonista pero no estabas invitado. Claro que eso ocurría porque la vida era realmente una mierda y la muerte se vendía como la liberación, la entrada al paraíso eterno.

Wicca tragó saliva, cada vez más alarmado. Ya casi había llegado al atrio y su madre parecía estar algo más que sólo un poco contenta.

- Luego llegó el primer viaje a la luna, claro está que eso no tuvo ninguna gracia porque (para los que no habéis nacido por estos lares) los seres humanos solemos escribir libros de historia en los que todo es falso y novelas sobre el porvenir que siempre acaban por venir, así que a través de la ciencia ficción ya habíamos hecho todo eso mucho antes. Y tras eso vinieron el primer contacto, el asombroso descubrimiento de la segunda inteligencia planetaria y el extender nuestros más que dudosos principios por el resto del Universo conocido, y desde el InterStar, también por el desconocido.

Wicca dio un rodeo para subir al pequeño escenario por detrás. Un hombre al que jamás había visto, rubio, fornido, asombrosamente atractivo y de unos veinticinco años, le cerró el paso.

- Ahora está ocupada –le dijo.
- Es mi madre.
- Ah. ¡Hola Wicca! –el hombre intentó estrecharle la mano pero Wicca lo apartó, subió los tres escalones y cogió a su madre por la cintura, ofreciendo al auditorio su mejor sonrisa forzada.

El público rompió a aplaudir al verlo de pronto junto a la Embajadora, pero paró poco a poco al advertir que Nisary seguía hablando.

- … y así llegamos por fin a descubrir que nosotros, los seres humanos, encontramos un placer desmedido e insano en contar el tiempo que pasamos en esta vida, placer que no comparte ninguna, y fijaos lo que he dicho, ninguna de las culturas con las que he tenido el gusto de tratar, que han sido incontabilísimas y muy variadas. El tiempo -dijo, levantando la copa y con la vista descentrada. - Ese gran enemigo agazapado.
- Mamá.
- Oh, mirad quién está aquí. Si es mi hijo. Mi hijo único. Mi único hijo –remarcó. Elevó de nuevo la copa y todo el mundo la imitó. - ¡Brindemos por Wicca, mi hijo! ¡Brindemos porque es joven, y fuerte, y porque aún está entre nosotros! ¡Celebremos la vida, celebremos que estamos aquí esta noche! No vayan a arrebatárnosla mañana… –y tras vaciar de un trago lo que quedaba en la copa la lanzó hacia atrás.

Por suerte, nadie más imitó aquel gesto.


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domingo, 13 de diciembre de 2009

Capítulo I: Sin retorno

Capítulo I: Sin retorno



Faltaban quince minutos para las diez de la noche, hora en que daría comienzo la fiesta que, de forma totalmente casual, celebraba a un tiempo su décimo tercer cumpleaños y su partida, cuando Wicca decidió hacer una visita a su padre. El simple hecho de hablar con él le daría fuerzas para afrontar la velada que le esperaba.

Cerró el Sky-Horizon sin despedirse de Zegsigk (así se llamaba el último amigo que había conocido en el InterStar, la red intergaláctica de comunicaciones y contactos subespaciales, aunque en realidad aquel nombre, Zegsigk, no era más que una aproximación, el real era impronunciable para un ser humano) y se dirigió con cierta premura a la Unidad de Tempos, o la habitación hipócrita, como la llamaba su madre.

Introdujo la clave que sólo él sabía y la compuerta se abrió con un siseo. Pasó al siguiente nivel, cerrando tras de sí, e introdujo la siguiente clave en un nuevo panel. La segunda compuerta, ésta deslizante, hizo lo propio y Wicca sintió la misma emoción que lo embargaba todas y cada una de las veces que hacía un recorrido que le resultaba tan indispensable como demencial: una mezcla de afecto desmedido y tristeza cordial, aderezada con unas gotas de asombro sobrenatural.

El despacho estaba como siempre. La luz del sol entraba por dos de las tres ventanas circulares y había partículas de polvo entrando y saliendo de los haces. Aquel día los purificadores habían sufrido una avería. A Wicca le reconfortaba, eso le daba un cierto aire mágico a la estancia.

Siras, su padre, estaba sentado en el suelo y le daba la espalda. Parecía muy concentrado, intentando reparar uno de sus muñecos, un abogado defensor de alienígenas ilegales que Wicca había partido por la mitad con ocho años y menos autocontrol.

Aún no se había percatado de su presencia. Nunca lo hacía. Wicca se le acercó despacio y lo observó unos segundos en silencio. Luego se agachó y lo abrazó por la espalda.
Sin darle tiempo a que se alarmara le susurró al oído:

- Papá, soy yo.
- Wicca… Tus brazos...
- No pasa nada, papá.
- Tienen... pelo.
- No creas que a mí me hace mucha gracia.
- Son más largos.
- ¿Los pelos?
- Los brazos.
- He crecido un poco.
- ¿Qué diablos…?
- Escucha. Ahora tengo trece años.

Siras intentó levantarse pero Wicca apretó el abrazo.

- No tenemos mucho tiempo –le dijo al oído. - Si me dejas, te lo explico en menos de un minuto.
- De acuerdo.

El chico había hecho aquello tantas veces que recitó la increíble historia del tirón, como cuando en la escuela enumeraba de memoria las partes de que estaba formado un Geoconversor de Sborich de tipo estático. Siempre lo sorprendía que su padre nunca reaccionara de la misma manera. Esta vez escuchó su relato en absoluto silencio hasta el final, sin interrumpirle para gritar “pero qué broma es ésta” o “¿tengo dos hijos?, tu madre nunca me habló de ti”, como hacía en otras ocasiones.

De todas formas tanto silencio era sospechoso.

- Ahora prométeme que no me atacarás, ni te pondrás a pegar gritos llamando al mayordomo, ni intentarás tirarte por la ventana –dijo Wicca al terminar su relato, sin soltar aún a su padre.
- ¿Lo he hecho alguna vez?
- Prométemelo.
- Te lo prometo.
- Bien. Ahora dime, ¿me crees?

Siras guardó silencio.

- ¿Crees lo que te acabo de contar o no? –insistió Wicca.
- Deja que te vea primero.

Wicca soltó a su padre y Siras se dio la vuelta.

- Dios Santo… - fue lo único que pudo articular.
- ¿Tan mal aspecto tengo?
- ¿Cuánto tiempo ha pasado?
- Casi cinco años. Hoy cumplo los trece, te lo he dicho antes.
- Ya no eres un niño.
- Muy observador. Pero me ha costado lo mío, no te vayas a creer.

Siras contempló a su hijo detenidamente, con la sorpresa aún matizada en el rostro. Finalmente dijo:

- Debe haber sido duro para ti crecer sin… un padre.
- Tampoco te creas tan importante.
- Confío en que eso sea una broma.
- Puede que lo sea.
- De pequeño… diablos… hace un rato no tenías sentido del humor. Me alegro de que eso haya cambiado.
- Venga, abrázame, papá.

Siras obedeció. Abrió los brazos y dejó que su hijo se envolviera en ellos.

- Es tan extraño… -dijo Siras luego, tras unos instantes de silencio mutuo y reconfortante. -Hace cinco minutos eras sólo un niño enfurruñado e indomable y ahora eres casi un hombre.
- Espero ser casi un hombre apacible, sugestivo y encantador.

Entonces la expresión de Siras cambió, como si al fin hubiera visto más allá, como si de repente hubiera comprendido las ramificaciones y consecuencias de lo que Wicca le había explicado. Y preguntó:

- ¿Qué ha sido de tu madre? ¿Puedo verla?


Wicca se tomó su tiempo antes de contestar. Pese a haber hecho aquello cientos de veces, parecía no tener muy claro si era conveniente hablar de ese tema con su padre. Después negó casi imperceptiblemente con la cabeza, que seguía apoyada en el pecho de Siras.

- ¿Por qué no? –preguntó su padre, con ansiedad.
- Ella nunca entra aquí.
- ¿Por qué?
- Porque no cree que sea… - el chico titubeó - …demasiado sano.
- ¿No es bueno para ella pero sí para ti?
- Yo te necesito más.

Siras recibió aquello como el que recibe un puñetazo, pero se las compuso para sonreír. Rompió el abrazo para mirar a su hijo de arriba abajo e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

- Creo que puedo entenderlo. ¿Cada cuanto tiempo vienes a visitarme?
- Casi todos los días.
- Entonces no es verdad que hayas crecido sin tu padre.
- Exacto.
- ¿Cómo fue?
- ¿Crecer sin ti, pero contigo?
- No… ¿Cómo me mataron?
- Nunca te lo he contado. Y no pienso hacerlo ahora.
- ¿Acaso si supiera más… podría cambiarlo?
- Es totalmente imposible.
- ¿Alteraría la historia? ¿Causaría la entropía? ¿Destruiría el planeta?
- Nada de eso. Pero saber cómo ocurrió no te servirá de nada. Sólo existes aquí, en esta habitación, en estos diez minutos.
- Pero este es mi despacho – Siras dijo aquello sin saber muy bien a qué se estaba refiriendo.
- En realidad lo es y no lo es. Esto es un trozo de realidad arrancado del espacio y del tiempo y conservado en un artefacto al que llamamos Tempos. Es tu despacho, y la luz que entra por esas ventanas es la del sol, pero tras ellas no hay un exterior ni está ese sol, sólo las paredes de Tempos, y por esa puerta no se llega al salón de nuestra antigua casa, sino a una galería de la nueva. Sin embargo, tú no puedes salir. Allá afuera, no existes.
- ¿He intentado salir alguna vez?
- Yo intentaba sacarte al principio. Los primeros días… bueno, te lo puedes imaginar… fueron duros. Pero acabé por resignarme. Tú lo has intentado otras veces por tu cuenta. Por lo general me haces creer que me has creído, me noqueas e intentas salir por donde he entrado yo. Ahora voy con más cuidado y cierro la compuerta. Sin la clave no tienes posibilidad de llegar afuera. Pero los primeros días era más descuidado y llegabas hasta la entrada. Y no es divertido ver cómo te desintegras.
- ¿Pero estoy vivo?
- Aquí, sí. Durante estos diez minutos, estás vivo.
- Entonces, no soy un holograma…
- No se me ocurriría abrazar a un holograma.
- ¿Y luego qué pasará? ¿Qué me espera?
- Luego suenan tres alarmas, una a los siete minutos, otra a los ocho y otra que no deja de sonar durante el último minuto. Nos despedimos y salgo. A veces me quedo hasta el final, porque no me apetece despedirme o porque no te apetece hacerlo a ti, pero no es agradable.
- ¿Duele?
- Emocionalmente. Todo desaparece y entonces sí da la impresión de que no has sido más que un holograma.
- Pero no lo soy.
- No, no lo eres.

Entonces sonó un pitido desagradable.

- Dios mío ¿Es la alarma de los siete minutos? No he tenido tiempo de asimilar nada.
- En realidad siempre se nos va el tiempo en explicaciones. Yo no dejo de crecer y tú siempre te sorprendes. Al principio era más fácil.
- Entonces… ¿voy a morir otra vez? Si ni siquiera recuerdo la primera…
- Vas a dejar de existir hasta que reinicie la próxima vez.
- ¿Y cuándo será eso, Wicca?
- Mañana… - y era verdad, aunque no tuvo corazón para decirle que luego le esperaba una larga temporada fuera y que no podría volver a reiniciar Tempos hasta su regreso.

Siras se puso a dar vueltas por el despacho, frenético.

- Es tu cumpleaños. ¿Qué puedo regalarte? –Se mesó la barba de casi dos semanas que llevaba aquella tarde y llevaría ya por siempre, observando las estanterías repletas de libros, los cuadros emocionales de las paredes y su mesa, abarrotada de booktronics llenos de anotaciones, y multitud de recuerdos de dudoso gusto estético pero gran valor sentimental, antes de fijarse en aquello que había intentado reparar para Wicca. Se agachó y recogió los dos trozos del abogado con una sonrisa en los labios y placer en la mirada. – ¿Sabes? Estaba intentando arreglar el muñeco que acabas… Lo siento, que acababas de cargarte. Tu juguete favorito.
- Lo sé.
- ¿Esto ocurrió? ¿Viniste a mi despacho a ver qué hacía?
- Estaba demasiado enfadado para venir aquí. Me quedé en mi habitación, rompiendo más cosas.
- ¿Llegué a repararlo?

Wicca asintió.

- ¿Aún lo conservas?
- Está en algún sitio. Puede que lo metiera en el juzgado.
- Si me doy prisa, igual me da tiempo y te arreglo éste.
- No te dará tiempo. Es demasiado sofisticado y le arreé con saña.
- Tengo que intentarlo.

Sonó aquel horrible pitido de nuevo.

- No lo hagas, papá. De todas formas, él tampoco puede salir de aquí.

Siras bajó los brazos, derrotado, y dejó caer al suelo los pedazos del muñeco. Después se echó a llorar. Wicca, nada sorprendido, se le acercó para tratar de consolarlo.

- Vamos, papá. No llores.
- Es muy cruel.
- Ya lo sé.
- Es horrible. No quiero morir.
- Tranquilízate.
- ¿Y tú por qué estás tan contento?
- Porque te quiero. Y porque, aunque sea de esta forma, puedo estar contigo.
- ¿Cómo es posible? –preguntó Siras de pronto, recobrando en parte la compostura. - ¿Cómo habéis conseguido… esto?
- Tecnología alienígena.
- Tu madre…
- Se lo comentó un día a uno de sus amigos (al adecuado), y él nos dio una solución paliativa. Adaptaron Tempos tres meses después de que te mataran.
- ¿Y qué le comentó exactamente tu madre a ese amigo adecuado?
- Que tenía un hijo traumatizado porque había presenciado cómo asesinaban a su padre.
- Nunca pensé que moriría asesinado –comentó Siras, con un temblor en la voz. Wicca soltó un pequeño e involuntario carcajeo. - ¿Y ahora de qué te ríes? A mí no me parece nada divertido.
- No debería decirte esto, pero me encanta verte tan vulnerable. Cuando era pequeño me costaba horrores que te mostraras cariñoso.
- No irás a decirme que las partes más grotescas de esta historia te las has inventado para bajar mis defensas.
- En absoluto. Todo es verdad de la buena.
- Entonces no sé cómo te lo tomas tan a la ligera.
- Porque, papá, llevo cinco años…

La alarma lo interrumpió, más estridente que antes, y esta vez de forma continuada.

- ¡Porque llevo cinco años viviendo con ello! –gritó Wicca.
- ¡Ese ruido es insoportable!
- ¡Tenemos que despedirnos ya, papá!
- Madre mía. No te he preguntado cómo te van los estudios, ni si tienes pareja, ni si te han enseñado a volar…
- He terminado los estudios con matrícula, no tengo novia y me quedé con tu Ivento. Hace cosa de seis meses lo saqué por primera vez del garaje.

La alarma subía de intensidad a la vez que aumentaba de ritmo. Siras se acercó más a su hijo.

- Dile a tu madre que la quiero.
- No puedo.
- Ah.... ¿Es que se ha vuelto a casar?
- No quiere ni oír hablar de ti.
- Pero, ¿está bien?
- Como una glucsia. Papá, me tengo que ir …

Siras lo había cogido del brazo.

- ¿Vendrás mañana?
- Sin falta.
- ¿No puedes venir hoy mismo?
- Me espera una noche complicada.
- Sólo serán diez minutos.
- Da lo mismo que venga hoy o mañana. Para ti, esto no habrá pasado. Todo volverá a empezar desde el principio.
- No quiero que te vayas. ¡No me dejes aquí!
- Papá, me estás haciendo daño – Wicca forcejeó pero Siras no lo soltaba. - ¡Papá!
- ¡Sácame de aquí, Wicca! Si pueden hacer que viva diez minutos, ¿por qué no una vida entera?
- No lo entiendes -Wicca se soltó de un tirón y corrió hacia la compuerta.
- ¡Vuelve mañana!
- ¡Lo haré!
- ¡¡Y trae a tu madre!!

El chico cerró la puerta sin mirar atrás.

Aquello era un viaje sin retorno a la locura.
Wicca lo sabía, pero era completamente incapaz de renunciar.


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