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domingo, 27 de diciembre de 2009

Capítulo II: El tiempo, ese gran enemigo agazapado


Peter O'Donnell recuperó la consciencia. No recordaba quién era ni dónde estaba. Lo único que sabía de su condición es que había sido desterrado, aunque no tenía ni idea de qué lugar, ni cuanto tiempo hacía del hecho. Estaba tumbado boca arriba sobre algo cómodo. No sentía ningún tipo de brisa en la piel, ni veía estrellas en el firmamento, por lo que dedujo que estaba a cubierto. No sentía hambre, ni sed. Podía llevar allí tirado cinco minutos o varios días, no había forma de saberlo. Pero lo habían desterrado. Aquella idea se repetía de forma constante.

Trató de incorporarse y descubrió que no podía hacerlo. De hecho, no pudo mover ni un solo milímetro de su cuerpo.

Desterrado.
Desterrado.
Desterrado.

Sabía que no era un simple ser de consciencia pura. Sabía que conservaba su cuerpo porque podía notar la mullida superficie sobre la que yacía, pero no ejercía ningún tipo de control sobre sus músculos.

Desterrado.
Desterrado.

Permanecía con los ojos abiertos. Ahora podía ver un techo sobre él. A una altura de unos tres metros. La luz ambiental, mínima y anaranjada, provenía de una fuente situada fuera de su alcance visual.

Desterrado.

Había algo monstruoso colgando sobre su cabeza. Una bestia negra parecida a una araña dispuesta a saltar sobre él.

Peter O'Donnell acabó perdiendo de nuevo la consciencia, segundos después de comprender que la alimaña que se cernía sobre su cabeza no era más que una lámpara colgante.

(…colgante,
colgante,
colgante…)








Wicca atravesó el deambulatorio arbolado a paso vivo. Llegaba tarde a una fiesta organizada en su honor y esa era una de las cosas que una madre, embajadora de la Tierra y aledaños, no podía perdonarle a un hijo bien educado. Cruzó el salón de actos
y las tres salas polivalentes, sin dejar de mirar el reloj. A la altura del restaurante, iluminado por tres lucernarios y con unas vistas espectaculares al bosque de pinos fosforescentes, empezó a odiar al imbécil del arquitecto que hubiera diseñado su casa. Comprendía que la ostentación de una familia de cierta alcurnia dependía en gran medida de la cantidad de metros cuadrados horizontales de que dispusieran sus heredades, las mansiones y palacetes, pero edificar así, aparte de un desperdicio del terreno, era una manera velada y subrepticia de hacerle a él practicar atletismo.

Llegando al vestíbulo del primer espacio escénico, cuyo diseño había sido determinado por las condiciones acústicas y no por el aforo (Wicca debía saber ese tipo de cosas por si algún invitado sacaba el tema a colación en algún congreso, conferencia o recepción), se dio cuenta con resignación que se había olvidado de ponerse el uniforme de gala. Debería haber dejado la visita a Siras para después de la fiesta. Ahora ya no tenía remedio.

En mitad del anfiteatro paró en seco. No podía aparecer en la fiesta descalzo, en bermudas y con una camiseta del quincuagésimo cuarto campeonato de bolos perspicaces. Era preferible vestirse y llegar un poco más tarde que aparecer de aquella guisa. A saber a cuánta gente habría invitado mamá. La verdad es que había estado tan entretenido… Cinco horas encerrado en su habitación, hablando con gente que estaba tan lejos de la Tierra que llegar a sus planetas para hacer una visita de cortesía le llevaría cerca de quince mil años, tiempo del que, evidentemente, no disponía en absoluto. Comunicarse con individuos tan ajenos a él, tanto física como intelectualmente, era simplemente fascinante, y había relegado conscientemente a un segundo plano la preocupación por el compromiso de aquella noche. Levantó el brazo derecho y le habló a una pulsera de color morado que llevaba en la muñeca.

- Clave Wicca. Necesito un uniforme de gala en el aseo de caballeros 14-A. Ya. Y cuando digo ya, es ya. No tengo tiempo para tonterías.

Una voz masculina con un deje mecánico empezó a quejarse de la poca educación de los humanos menores de edad, y a rezongar que llegaría un día en que las máquinas se adueñarían del poder y exterminarían a la raza humana como quien estruja una naranja. Wicca pulsó una tecla en la pulsera y la voz enmudeció.

Hacía tiempo que debería haber jubilado al mayordomo pero era otra de las cosas que lo ataban al pasado y lo seguía necesitando como parte del paisaje. Era casi tan necesario como la Unidad de Tempos. Ambos sustentaban su frágil paz espiritual.

Wicca se metió en el baño y esperó impaciente. Un carrito aerodeslizante apareció al minuto derrapando con su vestimenta. El chico cogió la ropa y cuando el carrito ya se iba, le pidió que lo esperara. El carro lo miró con desagrado.

- ¿Y a ti qué te pasa? –preguntó Wicca, suspirando.
- Que le estoy viendo las intenciones –respondió el carrito con voz pedante. –Y no estoy diseñado para levantar tanto peso- y diciendo esto, dio media vuelta con intención de largarse.
- ¡Eh! Quieto ahí.
- Mierda…
- ¿Has dicho lo que creo que has dicho?
- No, señor.

Wicca acabó de vestirse, se mojó el pelo para aparentar que se había duchado, se echó un último vistazo en el espejo de cuerpo entero, comentando que no estaba tan mal, y se encaró con el carrito que estaba echando pestes en voz baja.

- Tengo que llegar al ala oeste dentro de hace casi diez minutos.
- No estoy licenciado en cronotrones. Si así lo desea, puedo llamar a una tostadora que…
- ¡Ven aquí, bellaco!

Wicca se lanzó a por el carrito y consiguió atraparlo por los pelos, pero cuando intentó subirse encima el engendro mecánico salió disparado.

- ¡Vuelve aquí!

El carrito se paró, vacilante. Las leyes de la robótica de Asimov seguían vigentes después de tantos años. A los creadores de los primeros ingenios mecánicos les habían resultado de gran utilidad, aunque, evidentemente, habían introducido algunas modificaciones a las buenas ideas del científico y escritor.
El carrito acabó obedeciendo a regañadientes. Era preferible llevar al humano a tener que autoinmolarse.

Wicca se sentó dentro del artilugio.

- Venga, que no tengo todo el día.

El carrito se elevó treinta centímetros y empezó a gravitar en la dirección que le habían ordenado.

- Sé que puedes ir mucho más rápido.
- Podríamos hacer añicos alguna escultura del Museo del cuadrante Delta. Su madre se enfadaría.
- Mucho rollo tienes tú. ¡Corre!
- Menuda porquería de vida ésta. A mí no me pagan para hacer de mula de carga. Qué fácil sería elevarme cinco metros y dejarlo caer sobre aquel machete en punta.
- ¿Qué murmuras?
- Nada, señor.
- Anda, tira. Y estate calladito.
- Llegará el día. Oh, sí. Ya lo creo que llegará.
- Tiraaaaaa.






Cuando Wicca se apeó del carrito, el acto ya había dado comienzo. Nisary, su madre, estaba dando un discurso a los más de quinientos invitados. Wicca se metió disimuladamente entre la gente y fue avanzando hacia el atrio central.

- Pero antiguamente –iba diciendo Nisary a un público entregadísimo –no se le celebraba el cumpleaños a las personas, sino a sus espíritus protectores. Así se les demostraba respeto y agradecimiento y a cambio ellos nos protegían y garantizaban nuestra seguridad ante el año que entraba. Más adelante el cristianismo rechazó esta celebración aduciendo que era una costumbre pagana. Claro que luego cambiaron de opinión, porque si no, no existiría la navidad, ¿verdad? –el público entregado estalló en risas y aplausos, como era su deber. – Pero en parte esos condenados cristianos tenían razón: Los cumpleaños proceden de la práctica pagana de la astrología, cuando miles de años atrás, los hombres, que se aburrían, se pusieron a mirar al cielo y dibujaron las figuras que formaban las estrellas, inventando el calendario, la agenda electrónica y el estrés, con el cual complicaron mucho nuestra existencia -Más risas, éstas ya de cortesía.


Wicca iba acercándose poco a poco. Por suerte, nadie había reparado aún en él.


- En el antiguo Egipto - seguía su madre,- los faraones obligaban a los comerciantes a tomarse el día libre para celebrar sus cumpleaños, y a cambio ellos organizaban grandes festejos para sus sirvientes. En la antigua Grecia, los hombres se reunían para celebrar ese día sin ayuda de las mujeres. En la antigua Roma, el emperador celebraba su propio cumpleaños presidiendo combates entre gladiadores y decidiendo su suerte a un gesto de su dedo. Hoy le haríamos a ese mismo emperador otro gesto y con otro dedo.

Wicca empezó a darse cuenta de que su madre estaba quizá un poco demasiado alegre. Por lo general, recibían los amigos y los familiares, pero nunca los emperadores romanos.

- En culturas posteriores no se celebraba el día de tu nacimiento sino el día en que te morías. Eras el protagonista pero no estabas invitado. Claro que eso ocurría porque la vida era realmente una mierda y la muerte se vendía como la liberación, la entrada al paraíso eterno.

Wicca tragó saliva, cada vez más alarmado. Ya casi había llegado al atrio y su madre parecía estar algo más que sólo un poco contenta.

- Luego llegó el primer viaje a la luna, claro está que eso no tuvo ninguna gracia porque (para los que no habéis nacido por estos lares) los seres humanos solemos escribir libros de historia en los que todo es falso y novelas sobre el porvenir que siempre acaban por venir, así que a través de la ciencia ficción ya habíamos hecho todo eso mucho antes. Y tras eso vinieron el primer contacto, el asombroso descubrimiento de la segunda inteligencia planetaria y el extender nuestros más que dudosos principios por el resto del Universo conocido, y desde el InterStar, también por el desconocido.

Wicca dio un rodeo para subir al pequeño escenario por detrás. Un hombre al que jamás había visto, rubio, fornido, asombrosamente atractivo y de unos veinticinco años, le cerró el paso.

- Ahora está ocupada –le dijo.
- Es mi madre.
- Ah. ¡Hola Wicca! –el hombre intentó estrecharle la mano pero Wicca lo apartó, subió los tres escalones y cogió a su madre por la cintura, ofreciendo al auditorio su mejor sonrisa forzada.

El público rompió a aplaudir al verlo de pronto junto a la Embajadora, pero paró poco a poco al advertir que Nisary seguía hablando.

- … y así llegamos por fin a descubrir que nosotros, los seres humanos, encontramos un placer desmedido e insano en contar el tiempo que pasamos en esta vida, placer que no comparte ninguna, y fijaos lo que he dicho, ninguna de las culturas con las que he tenido el gusto de tratar, que han sido incontabilísimas y muy variadas. El tiempo -dijo, levantando la copa y con la vista descentrada. - Ese gran enemigo agazapado.
- Mamá.
- Oh, mirad quién está aquí. Si es mi hijo. Mi hijo único. Mi único hijo –remarcó. Elevó de nuevo la copa y todo el mundo la imitó. - ¡Brindemos por Wicca, mi hijo! ¡Brindemos porque es joven, y fuerte, y porque aún está entre nosotros! ¡Celebremos la vida, celebremos que estamos aquí esta noche! No vayan a arrebatárnosla mañana… –y tras vaciar de un trago lo que quedaba en la copa la lanzó hacia atrás.

Por suerte, nadie más imitó aquel gesto.


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