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jueves, 1 de abril de 2010

Capítulo IX: Ceguera


Durante la cena, Wicca trató sin éxito de convencer a su madre de la necesidad de duplicar la guardia y endurecer la seguridad.

- Creo que Slawghern está paranoico –contestó ella con indiferencia. - No hay nadie que me odie lo suficiente como para querer matarme.
- Hay mucho loco suelto por ahí, mamá.
- Tengo vigilancia continua. Además, Tais está siempre a mi lado -dijo Nisary, haciéndole ojitos.
- Pues díselo tú, Tais. Dile que corre peligro.
- A mí también me parece un poco paranoico el tipo ese. No podía hacer una llamada subespacial, como todo el mundo. Tenía que meter un teléfono sin batería de principios del XXI en una sala de repetición intemporal, sin estar seguro de que fueras a utilizarla antes de partir.
- Es lo que él considera un canal seguro.
- ¿Es que hay alguien interceptando todas las comunicaciones? ¿Hay micrófonos por toda la casa? -preguntó Tais con cierto desdén, dirigiéndose a las paredes. - ¿Una conspiración para matar a la embajadora? No sufras, Wicca. La Pressure cuenta con las más avanzadas medidas de seguridad. Te lo digo yo, que he viajado en más de cien naves. Tu madre está a salvo.

Desde el interior del bolsillo de la camisa de Wicca, una voz enojada murmuró:

- Será imbécil...

Wicca no podía estar más de acuerdo. Miró al rubio con creciente odio y le dijo:

- Será mejor que no te metas, Tais.
- Pero si eres tú quien me ha pedido expresamente que participara.
- Mamá, te pedí que no se lo contaras -dijo Wicca, apuntando al rubio con un dedo y empezando a enfadarse de verdad. -Slawghern me dijo que no podemos fiarnos de nadie.
- A Tais tenía que decírselo, hijo. Si de verdad intentan matarme, él también corre peligro.

Wicca decidió guardarse el comentario de que precisamente Tais podía ser el encargado de acabar con ella.

- Está bien –dijo, levantándose sin haber probado apenas bocado. -Veo que aquí no hago más que estorbar.
- Wicca, siéntate. Por favor -rogó Nisary.

Pero Wicca ya había salido del comedor.

De camino a su habitación, Wicca soltó pestes sobre madres ilusas y psicólogos repugnantes y Peter dijo elocuentes frases de apoyo asomado al bolsillo.

Cuando ambos se hubieron desahogado, Peter preguntó:

- ¿Y ahora?
- Ahora tendré que llamar a Kendal.
- ¿De él podemos fiarnos?
- Más que de Tais, seguro.

Diez minutos después, Kendal, un hombre de unos cuarenta años, con la piel muy morena, ojos grandes y expresivos y la barba llena de canas, miraba a Wicca y al pequeño abogado con evidente preocupación.

- No sé qué puedo hacer para ayudaros, Wicca. Tu madre no me coge el videófono, y el asesino de vuestro mayordomo tiene orden de golpearme si me acerco por la casa.
- Me quedaría más tranquilo si vinieras con nosotros.
- Sabes que esa decisión no puedo tomarla yo. Y no me pidas que intente colarme en el transporte. Tu madre nos mataría a los dos con sus propias manos.
- Kendal, no quiero parecer ansioso, pero me han dicho que alguien va a intentar matarla durante el viaje.
- Ya te he oído la primera vez.
- No puedo quedarme de brazos cruzados. Ya perdí a mi padre, no puedo perderla también a ella.
- Si se te ocurre algo que pueda hacer yo, llámame. Yo haré lo mismo- Kendal acercó la mano al botón de desconexión y Wicca lo atravesó con la mirada, terriblemente decepcionado.- Lo siento, Wicca - y Kendal cortó la comunicación.
- No me lo puedo creer -murmuró Wicca.
- Míralo por el lado bueno - dijo Peter. - Él, que tiene un motivo para matar a tu madre, no se viene de viaje.
- Visto así...

Wicca se puso a pasear arriba y abajo y Peter, después de observarlo cosa de quince minutos, aprovechó para enchufarse el cable a la clavija del gemelo y recobrar energías.

- Deberías dejar de dar vueltas y acabar de hacer la maleta –aconsejó el abogado, mientras sentía cosquillas eléctricas por todo el cuerpo.

Wicca le lanzó una mirada fulminante, pero le hizo caso. Aún no había ordenado su bolsa de aseo.

Cerca de una hora y media más tarde, Peter tenía las baterías cargadas y Wicca dormía a pierna suelta. El diminuto abogado había visto como el muchacho se exprimía las neuronas con la mirada perdida en el vacío, hasta que el agotamiento, más mental que físico, había podido súbitamente con él.

Peter había estado tentado varias veces durante la última hora de recordarle a Wicca su promesa, pero cada vez que iba a abrir la boca rememoraba que el padre del chico estaba muerto, su madre, amenazada de muerte, y su vida, a punto de sufrir un cambio drástico por un viaje que lo apartaría del mundo que conocía por más de un año. Iba a estar sometido a la presión del cargo que le esperaba y al miedo de no estar a la altura, y todo eso sin contar con que había una salina que podía estar en ese momento acechando en cualquier parte y dispuesta a colarse en la nave al día siguiente. El chico ya tenía suficientes preocupaciones. Así que O’Donnell esperó a que Wicca se durmiera, se desconectó de la corriente, bajó del escritorio procurando no abrirse la crisma (una vez que llegó a las largas patas del anticuado escritorio le fue fácil bajar en plan bombero, ventajas de vivir en una casa con historia) y se dirigió al armario, que, afortunadamente, Wicca había dejado entreabierto.

Le costó un ímprobo esfuerzo registrar todos los cajones, ya que cuando terminaba con uno tenía que trepar al siguiente, pero al llegar al último obtuvo la recompensa que esperaba. Dentro de una bolsa, apiñados de cualquier manera, estaban sus compañeros del juzgado: la Juez Sophie, que incluso apagada tenía un aspecto imponente; Pascal, el policía de calabozos; Crepir y Daspock, un par de aliens feos y desmadejados acusados de graves delitos; y Salma Vassal, la fiscal de la Unión.

Peter la zarandeó durante un rato, hasta que se convenció de que la pobre tenía la batería bajo mínimos. Se la echó al hombro y comenzó el descenso. Cinco minutos después había conseguido dejarla en el suelo, cerca del enchufe. Trepó luego al escritorio, dejó caer el cable al suelo, volvió a bajar y lo conectó a la pierna de Salma.

Luego se sentó a su lado a esperar.



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