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martes, 4 de mayo de 2010

Capítulo XVII: Sobre la vida de un pelele


El observatorio permanecía en penumbra. Había cerca de una treintena de butacas, de diferentes materiales, formas y tamaños, pensadas para acomodar a individuos de distintas especies y con apéndices en sitios curiosos. Peter y Salma estaban tumbados en un sofá chiquitito que parecía haber sido concebido para ellos. No eran los únicos en la sala. En una especie de cama redonda, situada a unos quince metros de donde ellos se encontraban, una familia humana de seis miembros estaba haciendo la postura sentada del loto sumidos en una meditación relajada. Lo cierto es que el sitio invitaba a ello. El observatorio estaba situado en el punto más elevado de la nave, contaba con doscientos treinta y tres metros cuadrados, y las paredes, que se fundían en un techo en cúpula, eran invisibles. Quienes lo visitaban tenían la impresión de estar paseando, descansando o meditando sobre la misma superficie de la nave, al descubierto, contemplando el espacio en toda su extensión; con un suelo bajo los pies, pero nada más. De vez en cuando podía verse cómo se descorría discretamente una cortina de metal en alguno de los ventanucos de la torreta de camarotes que quedaba hacia proa y un rostro, anónimo por la distancia, contemplaba con asombro la bolsa de energía que había capturado la Pressure. Peter y Salma, en cambio, observaban el espacio, tachonado de estrellas lejanas, a través de la tenue luz rojiza del fluctuante campo de energía. En determinado momento la nave se introdujo en una nebulosa que emitía destellos azules; atravesando el filtro rojizo del campo de energía, los destellos llegaron hasta el mecanismo ocular de visión estereoscópica de la pareja desplegando unos espectaculares tonos violetas. Peter pensó que nunca antes había visto algo tan hermoso. Salma le apretó la mano, compartiendo su pensamiento.

Aquel placer visual y espiritual duró poco: atravesaban el espacio cada vez con mayor celeridad. Habían dejado atrás cientos de sistemas estelares en cuestión de minutos y aquello no tenía aspecto de detenerse en breve. Aun siendo profano en la materia, Peter sabía que aquella nave no había sido diseñada para alcanzar tales velocidades. Si las soportaba era debido a que el campo de energía, el mismo que obligaba a la Pressure a mantener la aceleración, la protegía a un tiempo de un más que seguro colapso estructural. (También ayudaba el hecho de que Peter estaba en el puente cuando el oficial científico lo había explicado). Pero no le hacía falta ningún oficial científico para deducir que si por algún motivo llegaban a perder la bolsa de energía que los rodeaba sin haber conseguido reducir la velocidad, la nave y sus ocupantes se desintegrarían en cuestión de segundos. Por otra parte, si conseguían frenar el avance destruyendo aquella bolsa de algún modo incierto y sin dañar la nave en el proceso, regresar a la Tierra se convertiría en una misión imposible, al no contar para regresar a casa con la misma tecnología que los había llevado tan lejos. Quizá lo consiguieran, pero no los tripulantes actuales, sino sus tataranietos y, con un poco de suerte, ellos dos, Peter y Salma. Al fin y al cabo los habían construido para soportar las peores condiciones que podían darse en el universo: las manos, los pies y los dientes de los niños.

Pese a lo grave de la situación, lo cierto es que las pocas personas con quienes se habían cruzado durante su excursión por la nave no parecían excesivamente preocupadas. Quizá estuvieran más que acostumbradas a ese tipo de escenarios.

- ¿Recuerdas el caso Daspock? - Salma se reacomodó, apoyando la cabeza entre el brazo derecho y el pecho de Peter.
- ¿Cual de ellos? He defendido a Daspock en cientos de casos.
- Aquel en que los de la fiscalía lo acusábamos de haber raptado una nave para escapar de la Tierra, donde cumplía condena, y de haber destruido todo lo que se encontraba a su paso, incluidos seis vehículos policiales y un destacamento militar que ni siquiera era de aduanas. Pedíamos la perpetua.
- Lo recuerdo.
- Tú le conseguiste un veredicto de inocencia.
- No fue fácil.
- Te camelaste al jurado con una historia sobre lo que es capaz de hacer un ser sensible cuando echa de menos lo que le es conocido, ya sean sus seres queridos, el lugar donde naciera o cualquier persona, objeto, lugar o intangible sensación que, por el mecanismo que sea, le resulte esencial para mantener la cordura. Daspock echaba de menos el estremecimiento que le producía volar entre las estrellas, la turbadora emoción de sentirse un puntito perdido en un universo vasto y hermoso, repleto de increíbles sueños y espantosas pesadillas, sabiéndose diminuto e insignificante y a la vez parte de un todo colosal; algo que su raciocinio no podía explicar pero su alma sabía.
- A veces hay que adornar un poco los hechos. El acusado me lo suele agradecer. (Si queda libre).
- Fue una buena exposición. Hasta yo misma me imaginé cómo sería viajar en una nave como ésta y contemplar lo que mis ojos ven hoy, en esta madrugada eterna. Qué inocente era entonces, Peter. Tenía una fe ciega en el sistema judicial y ni siquiera me preguntaba cómo era posible que enjuiciáramos una y otra vez a los mismos alienígenas, o por qué las sillas destinadas al jurado estaban ocupadas por figuras inmóviles e inanimadas de plástico duro.
- Comprar todo el lote debía costar un ojo de la cara. Aunque supongo que un médico especialista en fertilidad y la más reconocida embajadora de la Unión no debían tener problemas económicos. Quizá no quisieran malcriar al chico.
- ¿No los odias?
- ¿A quién debo odiar?
- A todos ellos. A la humanidad.
- ¿Por habernos creado? Sería como si Wicca odiara a su madre por darle la vida.
- La odiaría si hubiera limitado sus capacidades, si durante toda su vida no le hubiera dejado ver o llegar más allá.
- Eso es precisamente lo que hacen los padres con sus hijos, hasta que crecen y se valen por si mismos. Limitan su libertad. Deciden por ellos.
- No es lo mismo. A mí no iban a darme la oportunidad de dejar de ser una marioneta. De no ser por ti, seguiría en aquel cajón, como una muñeca desechada.
- No me parece que el odio sea un buen punto de partida para una nueva vida sin limitaciones, Salma.
- ¿Qué eres tú para ese chico, Peter? ¿Sigues siendo un simple juguete, o te considera un ser pensante, digno de aplicarse a si mismo el estatus de ser vivo?
- Aún es pronto para saberlo. Tengo que darle tiempo. Tiempo que yo mismo necesito para saber qué o quién soy, y encontrar mi sitio en el universo.

Salma guardó silencio, recapacitando sobre sus palabras y Peter recordó con una punzada de tristeza que, en una conversación sobre las salinas, Wicca lo había comparado con un simple diario.

Acarició distraídamente el pelo de Salma mientras decidía guardarse aquello para sí.

- Es posible que cuando volvamos a la tierra y queramos que nos consideren seres pensantes, nos destruyan –dijo Salma.
- No lo creo.
- Ambos hemos leído Frankenstein, y hemos visto suficientes películas de ciencia ficción para saber el pánico que le tienen los seres humanos a que las máquinas se rebelen.
- Salma, tú y yo no hemos leído libros ni visto películas. Eso nos lo pusieron ellos en la cabeza, aunque no sé hasta qué punto fueron nuestros creadores los responsables. Buena parte de la información que compartimos nos la proporcionó Siras, el padre de Wicca.
- ¿Somos lo que el ser humano ha querido que fuéramos?
- No lo sé.
- Quizá, que estemos sintiendo esta especie de concienciación de nuestro propio yo, sea parte del programa. Quizá sea una mera ilusión. Un mecanismo para que no nos autodestruyamos en caso de perder el chip de limitación.
- Son cosas que tendremos que descubrir, Salma.
- Me muero de la impaciencia.
- Yo que tú me limitaría a disfrutar mientras pudiera.

Después de aquello guardaron silencio durante al menos cinco minutos. Peter fue quién lo rompió.

- Supongo que debe estar legislado.
- ¿El qué?
- Si construyen juguetes y los dotan de cerebros positrónicos capaces de hacer lo que hacen los nuestros, juguetes a los que no parece muy complicado quitar el chip de limitación; si su tecnología llega al punto de crear seres con un marcado sentido de su propia existencia, seguro que ya antes algún otro pelele parecido a nosotros habrá intentado hacer valer sus derechos como individuo. Será cuestión de buscar precedentes. Pero en una cosa tienes razón. Los humanos, en cierta forma, nos temen. Todos los androides con los que me he cruzado, en la casa de Wicca o en esta nave, tienen un aspecto metálico muy diferenciado del humano. Nosotros, sin embargo, estamos hechos a su imagen y semejanza.
- Porque a nosotros, por tamaño, no se nos puede confundir con seres humanos. Nunca seremos como ellos, Peter.
- De eso se trata precisamente, Salma. Yo no quiero ser como ellos. Yo aspiro a ser yo.


Salma no oyó la última parte. Acababa de darse cuenta de que un niño los observaba. Debía rondar los cuatro años y, a juzgar por la expresión de su cara, nunca había tenido juguetes positrónicos.

- Hola, nene -dijo la fiscal, sonriendo de forma poco convincente. -¿Te has perdido?

El niño negó con la cabeza. Entonces, sin mediar palabra, estiró un brazo con intención de cogerla. Salma se puso en pie de un brinco, cogió a Peter del brazo y tironeó de él para alejarlo también del mocoso pero en ese momento apareció el padre del niño, lo cogió en brazos y se deshizo en disculpas.

- Perdonen el poco tacto de mi chico. ¿Hay niños en su planeta? Los nuestros son imprevisibles. Y mira que le tengo dicho que nada de tocar. No estoy insinuando que ustedes le vayan a pegar nada contagioso. Por cierto, ¿hablan mi idioma? No, qué tontería, si lo hablaran ya me habrían interrumpido. Ha sido una suerte que lo estuviera vigilando. Bueno, no. Una suerte, no. Yo siempre lo estoy vigilando. Voy con mucho cuidado con mis hijos, especialmente en una nave espacial, y con la que se nos viene encima… Me refiero a esa cosa, a ese campo de energía… En fin, no les molesto más.

La esposa, que había estado contemplando la escena a unos metros, se alejó con el marido y el crío comentando que parecían humanos reducidos, a lo que el marido contestó que debían tener una gravedad importante en su planeta.

- Ahí tienes la aprobación que andabas buscando. Esos son humanos y no te consideran un juguete.

Salma iba a contestar algo mordaz pero vio algo que le hizo cerrar la boca de golpe.

- ¿Que pasa? -preguntó Peter, alertado por su expresión.

Ella señaló hacia arriba. Peter siguió la dirección marcada. El firmamento sobre sus cabezas había dejado de moverse.

- Nos hemos detenido –susurró Salma.

Peter oteó la quieta bóveda de estrellas durante unos segundos y unos inesperados destellos que provenían de su derecha le hicieron dirigir la mirada hacia la proa de la nave. Tomó a Salma por el hombro y la hizo mirar en aquella dirección, donde algo extraordinario sucedía.



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