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lunes, 10 de mayo de 2010

Capítulo XIX: Invasores


- ¿Qué has hecho?- Tais acababa de salir del puente y se había encontrado, ocupando buena parte del pasadizo, con un desmadejado Dealish y un Wicca armado y perplejo. El oficial permanecía inconsciente, como buena parte del resto del día, y Wicca lo miraba aturdido.
- Se ha puesto tonto, y le he tenido que quitar el arma –explicó Wicca. – Nos enseñan mucho mejor de lo que esperaba en la academia –comentó para sí, y le alargó el arma a Tais.
- Quédatela tú, yo ya tengo una.
- ¿Qué ha pasado?
- Sígueme, te lo explico por el camino.

Mientras se dirigían a paso ligero hacia el hangar de lanzaderas, Tais le explicó que la ex capitana Selekna había hecho un extraño pacto con un nativo del cuadrante (el capitán de aquella gigantesca y perezosa nave), que era posiblemente culpa de ambos que estuvieran perdidos tan lejos de casa, y que Selekna había huido con una lanzadera al no conseguir asilo en la nave de su socio.

- ¿Y de mi madre? ¿Sabes algo?
- Nada nuevo. Pero cuando atrapemos a Selekna la haré cantar, no te preocupes.





Podemac lanzó desde la que había sido su consola durante dos largos años una llamada de socorro en todas las frecuencias, y después se dirigió hacia el sillón de la capitana, situado en el centro del puente, deseando aposentar en él sus estilizadas caderas.
No hubo terminado de hacerlo, ni de decidir si era cómodo ni si valía la pena pasar tanta penuria por ese sillón, cuando el oscuro cielo exterior se transformó en una orgía de luz, producida por más de seiscientas pequeñas naves aparecidas de la nada.

- Si lo llego a saber, lanzo esa llamada antes.
- ¡Capitana! –sonó su comunicador. Era la voz de Taurex, un oficial del segundo turno con el cual Podemac había tenido algún escarceo en el pasado. Tardó un momento en comprender que debía responder ella.
- Adelante, Tau.
- ¿Pod? ¿Y la capitana?
- Estoy yo al mando, Taurex. ¿Qué ocurre?
- ¡Estamos siendo abordados!

A continuación se oyeron varias detonaciones ciertamente extrañas, con un sonido de líquido derramado, como si las armas que las producían lanzaran pequeñas bolas de agua a toda velocidad y éstas estallaran en miles de lacerantes gotas; ruido de cristales rotos y, lo peor, lo que parecía un millar de gritos espeluznantes.




Los intrusos eran bastante más altos que los seres humanos, por lo que andaban encorvados para no darse contra los bajos techos de los pasadizos de la Pressure. Disponían de dos cabezas, una de gran tamaño, donde tenían la boca, nervios olfativos y auditivos y una glándula que escupía veneno a la altura en la que estaría la frente en una cabeza humana, y otra más pequeña, a la altura del pecho, donde estaban los ojos y el cerebro. Recorrían la nave a grandes zancadas pero en absoluto silencio. Eran cientos y escupían aquel líquido venenoso por todas partes, hubiera humanos cerca o no.

Cuando algún pobre diablo se cruzaba en su camino recibía un chorro a presión que le recombinaba el adn en cuestión de minutos. Los primeros afectados ya habían perdido la apariencia humana.

Cuando uno de aquellos seres se materializó en el museo viviente, Peter conversaba animadamente con Madonna, y Salma se había alejado de ellos harta de presenciar como la salina intentaba ligarse a su novio.

La criatura fijó sus horrendos ojos en la diminuta fiscal y un chorro de veneno le dio de lleno y la empujó varios metros en su trayectoria.

Peter abrió los ojos desmesuradamente y gritó con horror. Madonna lo contempló por un instante con curiosidad y tomó de forma instantánea una decisión de la que no tardaría en arrepentirse.

La criatura localizó a Peter, que volaba en pos de Salma, y lanzó otro de sus chorros, pero Peter lo esquivó a tiempo y el veneno fue a estrellarse contra una de las esferas.

Peter examinó el lugar en busca de Salma pero no la vio por ninguna parte. Se elevó un metro y siguió con la mirada la trayectoria que había dejado el viscoso líquido del agresor. Salma sólo podía estar tras aquel ecosistema en el que tres criaturas temblaban muertas de miedo dentro de su esfera sin apartar su montón de ojos del recién llegado.

Temiendo lo que iba a encontrarse tras la esfera, que flotaba ingrávida a un palmo del suelo, avanzó lentamente por el aire. El miedo por Salma le hizo olvidarse del intruso. El golpe lo estrelló contra una de las esferas y la hizo pedazos con su cuerpo. Cayó sobre una especie de lecho algoso, en el interior de la esfera partida, donde unas criaturas redondas y blandas se apiñaron a su alrededor y lo ayudaron a levantarse. El intruso, que lo había golpeado con una extremidad, perdió de pronto el interés por Peter y se puso a contemplar las esferas y a sus habitantes. Peter hizo control de daños y se alegró de que lo hubiesen construido con buenos materiales. No había sufrido ni un rasguño. Se cercioró de que el intruso no lo miraba y sigilosamente levitó fuera de la esfera y se acercó al lugar en el cual debía estar Salma.

Cuando rodeó el ecosistema que lo separaba de ella se llevó una alegría. Salma estaba bien. De hecho, parecía muy ocupada.

- ¿Qué haces?

La fiscal hacía rodar una bola viscosa y verde empujándola con las manos pero le costaba bastante esfuerzo porque ésta se aferraba al suelo. La voz de Peter la sobresaltó y dejó la bola como si la hubieran pillado haciendo algo indebido. Peter la miró, inquisitivo.

- Me estaba quitando esa porquería –se disculpó Salma.
- ¿Estás bien?
- ¿De dónde ha salido esa cosa?
- No lo sé – Peter se acercó a ella y trató de besarla.
- No es el momento –lo apartó ella.
- Creí que te había perdido.
- Estoy perfectamente, así que no seas pastoso. ¿Dónde se ha metido la asquerosa esa? Seguro que se ha camuflado, la muy guarra –Salma puso los brazos en jarra. –Menudo pendón cobarde.
- Vamos, tenemos que buscar a Wicca.
- ¿No vas a buscar primero a la salina?
- Creo que sabe cuidarse sola.

Peter intentó coger a Salma para llevarla volando en su regazo pero ésta estiró el brazo y le puso la palma abierta sobre el pecho.

- Ni se te ocurra.
- ¿No quieres que te lleve?
- No pienso volar contigo. Prefiero ir caminando.
- Pero tenemos prisa.
- Ve delante.
- No voy a dejarte sola.
- Y yo no voy a volar contigo.
- Salma, no estás siendo razonable.
- Por cierto, ¿por qué yo no vuelo?
- ¿Qué por qué no vuelas?
- Tú eres un muñeco, yo soy una muñeca. Tú vuelas y yo no. ¿Por qué? ¿Machismo?
- ¿Estás bien? Parece que el chorro ese te ha fundido algún fusible.
- No es justo que tú vueles y yo no. A lo mejor si lo intento yo también vuelo.

Salma dobló las rodillas y se dispuso a saltar. Peter puso los ojos en blanco y se quitó el cinturón.

- Ya está bien de hacer comedia. Si querías ponértelo tú no tenías más que pedírmelo –dijo, entregándole el artilugio.

Salma se quedó mirando alternativamente el cinturón y la cara de Peter. Hasta que una sonrisa de comprensión iluminó sus labios.

- Vaya… que ingenioso. El cinturón…
- Estás chalada.
- Así que si me lo pongo… vuelo. En fin… - Salma se abrochó el cinturón y con cierta timidez ofreció a Peter su mano. Cuando éste la tomó ella pareció recuperar la confianza y dijo, con sarcasmo: – Supongo que no te importará que conduzca yo, cariño.




Tais y Wicca se toparon con los intrusos mucho antes de llegar al hangar de lanzaderas.
Tais recibió uno de aquellos chorros venenosos en el estómago, pero solo de refilón, y cuando empezó a notar que algo le ocurría a la parte superior de su uniforme (a la altura del ombligo la pieza empezó a arrugarse y a tirar hacia fuera, como si la parte de la tela que había entrado en contacto con aquella sustancia poseyera vida propia), se quitó la prenda a todo correr mientras trataba de cubrir a Wicca con su cuerpo y disparaba el arma a diestro y siniestro.

El rubio consiguió llegar hasta un comunicador del pasadizo y llamó a puente.

- ¡Podemac! ¡Nos invaden!

La nueva capitana de la nave solo tuvo tiempo de aconsejarles que huyeran. Después, el puente se llenó de los horrendos gritos que proferían los oficiales y de aquel sonido de ampollas al reventar.

- Wicca, no te separes de mí –gritó Tais.

Wicca estaba ocupado reventando la boca de riego a uno de aquellos seres, pero asintió con la cabeza.




Salma sobrevolaba la invasión por los pasadizos de la Pressure tranquilamente, con Peter bien agarrado. Avanzaban pegados al techo y cuando veían aparecer una de aquellas desagradables criaturas se detenían o se escondían tras un recodo.

- Oye Salma –dijo Peter en determinado momento. – Vuelas estupendamente.
- No se me da mal, ¿verdad? Siempre me ha atraído lo de volar, pero no había tenido la oportunidad.
- Antes dijiste que odiabas volar.
- ¿Ah, sí?
- Cuando te llevaba yo.
- Bueno… porque me llevabas tú.
- ¿Seguro que estás bien?
- Perfectamente.

Peter estaba inquieto. Había tenido tiempo de ver los efectos que aquella sustancia repulsiva que dispersaban los invasores por todas partes producía tanto en los seres vivos como en los materiales inertes. Parecía un milagro que Salma hubiera salido ilesa, después de ser rociada por completo. La recordó empujando aquella bola pegajosa y verde, con sus propias manos, sin que la afectara en absoluto. Aquello sólo podía significar una cosa… El padre de Wicca los había hecho mucho más resistentes de lo que había dispuesto la compañía de juguetes que los había ensamblado. Quizá, que se le hubiera ocurrido llevar a Salma consigo, no fuese fruto de la casualidad. Quizá formaba parte de un programa concebido por Siras para proteger a Wicca. Salma y él debían ser inmunes a todo tipo de ataques y agresiones. Si no, no se entendía que Salma no tuviera ni un solo rasguño.

- ¿A dónde vamos, Salma? El puente no está por aquí.
- Al hangar de lanzaderas.
- Pero debemos ir al puente. Seguro que es donde se encuentra Wicca en estos momentos.
- Si es inteligente, Wicca estará en el hangar de lanzaderas.


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